Cambio y transformación, ¿qué son y han sido?

El uso del término “cambio” es muy común en el discurso político, en especial de campaña. Se habla de cambio para denostar con o sin razón, poca o mucha, lo que hay, la política de gobierno presente y ofrecer algo que será mejor. Pero el cambio, así nomás, es más emocional que de oferta precisa de gobierno. Normalmente se habla de cambiar en términos genéricos, no concretos.

Clásico es el caso de la corrupción, señalando que la hay ahora pero que al cambiar ya no la habrá, pero ¿cómo? No se dice, y no se dice porque su combate implica muchas acciones particulares. ¿Qué se dejará de hacer y qué se hará para acabarla? (en general no se ofrece reducirla, sino acabarla, eso gana votos). No se dice, sólo se afirma que ya no la habrá.

El término “cambio” tiene efectivamente un gran efecto emocional, apela al enojo, a la frustración de la gente para que crean que, apoyando o votando por un candidato, las cosas van a cambiar (para mejorar). ¿Y por qué van a cambiar? Pues porque por su estilo de discurso parece ser cierto. Y como luego la mayoría de las veces el tal cambio (el que sea) no sucede, usar dicha palabra “cambio” vuelve a ser motivo de esperanza y por tanto de apoyo popular.

Ya no sólo en asuntos electorales sino en general, se piensa que cambiar es mejorar, y no, no es necesariamente así. Se pude cambiar para bien o para mal, para algo trascendente o intrascendente. Por eso cuando un político ofrece el cambio en materia de gobierno o legislación, hay que estar muy atentos, ver la trayectoria del político que ofrece cambiar las cosas y también si lo que ofrece para cambiar (el cómo) es razonable y posible.

Y de la mano va la “transformación”. Transformar es cambiar, no es otra cosa, y se puede transformar para bien o para mal, para lo importante o para lo secundario, intrascendente. Y aquí cabe la oferta y la realidad observada. De otra manera se cae en el engaño, primero de que la “transformación” de la vida del ciudadano y su familia se va a dar para mejorar, y luego ver si con el transcurso del tiempo efectivamente un país, un estado, o un municipio se han transformado para bien o si, contrario a las buenas expectativas y deseos, se ha transformado para mal.

En el caso de México la tan llevada y traída “cuarta transformación” del actual presidente y su partido, su resultado ni siquiera puede ser motivo de entredicho, de duda, es decir de cuestionarla, si la realidad nos golpea en la cara todos los días. Un ciudadano se puede preguntar de qué manera y en qué cosas el país se ha transformado para bien y no para mal. Y comparando índices, datos, apreciaciones sobre aspectos fundamentales, se verá si ha sido para bien o para mal, vale insistir, en materias como el crecimiento económico, la seguridad pública, los servicios de salud, el apoyo al empleo, la protección de la familia, ¡la educación! Impartida o guiada por el Estado, y mucho más.

Algo muy importante son los servicios del Estado para las familias, las llamadas “PYMES” y otras empresas para crecer económicamente y generar empleos. El apoyo y cuidado de guarderías y refugios o albergues para mujeres violentadas como buenos ejemplos. El combate a la pobreza es un factor definitivo: con la transformación, con el cambio ¿hay menos pobres, menos familias en pobreza extrema o hay más?

La administración pública ha cambiado, se ha “transformado” pero ¿ha sido para mejorar o para retroceder? Preguntas adecuadas al caso son algunas como ¿se ha superado la capacidad de los nuevos altos funcionarios, se ha terminado el compadrazgo y el amiguismo para contratos del gobierno, se terminó el nepotismo para colocar parientes en nóminas gubernamentales? ¿se nota mayor eficiencia en la atención al pueblo, administrativamente, en servicios de salud o en necesidades de obra pública? ¿Hay más transparencia en asuntos públicos, en especial en contratos de gobierno? A todas la respuesta es ¡no!

También muy importante para evaluar la transformación (la “cuarta”) es el uso, destino y cuidado de los dineros del erario, es decir de los presupuestos de ingresos y egresos; en qué se decide gastar los recursos del erario, si para mejorar al país, a las familias, o para cumplir caprichos. Si hay subejercicio o si el dinero se gasta como se supone, o si es motivo de dispendio, de saqueo y de control o descontrol, para optimizar su uso y evitar en lo posible toda forma de corrupción. Si las auditorías que señalan mal uso son atendidas o ignoradas. Los daños al erario federal y local se han ido haciendo evidentes y objeto de escándalo, pero se afirma que todo está bien, y la corrupción no se combate.

Más: si se ha transformado para bien la cooperación internacional de México, si ha mejorado o no su imagen, si la labor diplomática está o no en buenas manos profesionales con efectos visibles buenos o malos. ¿México es más respetado?

Y aún con una revisión superficial y observación de la realidad, ésta llamada “terca realidad”, es muy, pero muy fácil razonar que la “cuarta transformación” (la 4T) del presidente de México ha resultado en un país profundamente dañado. El cambio, la “4T” ha sido para mal, no para bien. Toda revisión de la realidad mexicana dice que la 4T ha dañado a México, que, bajo cualesquiera indicadores o datos, se ha retrocedido, en vez de avanzar. Que se ha destruido mucha riqueza institucional. Y no hay, para los defensores de la 4T más argumentos que de contradecir de simple palabra a quienes así lo indican y responder acaloradamente que lo que afirman ¡no es cierto! No tienen forma de siquiera intentar demostrar que México se está transformando para mejorar. De nuevo: “la terca realidad” se impone.

La 4T es la primera gran destrucción voluntaria, descarada de México.

Y el problema ante los creyentes de una 4T supuestamente exitosa en mejorar a México, que se niegan a ver la realidad es que, al ser cuestión profundamente emotiva, de haber hecho confianza ciega a quien ofrecía un cambio que sería la cuarta transformación para bien del país, les cuesta mucho, al ego, reconocer aún ante sí mismos que fueron feamente embaucados. La resistencia a reconocer el engaño es un problema ya de psicología social. A nadie le gusta el ridículo, la desilusión más que nada ante el propio ego, el orgullo, la soberbia. Como habría dicho el gran Cantinflas: ¡ahí está el detalle!

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