Los efectos de la sucesión adelantada

Este sexenio ha sido atípico en muchos sentidos, empezando por la cantidad de votos que llevaron al titular del Ejecutivo a su puesto. Además, desde en el primer trienio por cierto abuso en las formas de definir los porcentajes tuvo una mayoría calificada en la Cámara de Diputados y una cómoda mayoría simple en la de Senadores.

Este gran poder lo usó para imponerse en algunos aspectos, sobre todo, para controlar de manera omnímoda el presupuesto no sólo desde la aprobación a su gusto, sino en aumentar las facultades de uso discrecional del mismo presupuesto o dinamitar los recursos económicos de los fideicomisos. En este sentido, el actual titular del Ejecutivo no tuvo obstáculo alguno para lograr que sus grandes promesas de salud, educación de calidad, seguridad y combate a la corrupción hubieran sido ampliamente cumplidas porque dinero tuvo. Pero el gran problema de este presidente es que su capacidad de prometer es directamente proporcional a su incapacidad para aterrizar de manera efectiva y eficaz casi cualquier cosa. Lo suyo es prometer un futuro que como zanahoria a frente al caballo haga caminar a sus huestes sin lograr nunca el premio.

En las elecciones intermedias, se dio la pérdida de la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y sus candidatos perdieron posiciones donde quizá no se esperaba, como fue la Ciudad de México. Quizá otro presidente ante ese revés se hubiera preocupado por preguntarse qué pasó y enfilar pasos para hacer las cosas de manera más eficiente, pero no el personaje que vive en Palacio Nacional decidió hacer lo que le más le gusta: vivir en el futuro y ofrecer nuevas promesas, pero ya no en su persona sino en las que él mismo denominó “corcholatas”, aludiendo a que “destapará” alguna…

Era una tradición priista la existencia de los “tapados”, el famoso caricaturista de los cincuenta, Abel Quezada al parecer fue quien creó esa imagen pues dibujaba al candidato secreto con una tela que cubría el rostro (como un minifantasma). Los presidentes de la hegemonía priista tenían ese “privilegio” de elegir a su sucesor —ninguno de los tres presidentes anteriores (Fox, Calderón, Peña) tuvo ese “privilegio” porque las condiciones eran diferentes— y lo usual era esperar hasta el último minuto posible porque se sabía que en el momento en que el “tapado” era revelado, el presidente en funciones pasaba a segundo plano.

El actual titular del Ejecutivo ha optado por su juego de “corcholatas” en una recreación particular del rancio modelo priista porque así administra el circo y distrae de los problemas que crecen cada día —unos por su ineficiencia, otros por su testarudez y otros porque implicaría ir contra intereses con los que ha pactado (como el crimen organizado)— pero de los que jamás asume responsabilidad. Por ello, las corcholatas son una promesa permanente, una cortina de humo continua y otra forma de evadir el ejercicio de gobierno —de él y de las corcholatas porque ya están en campaña—.

Ya no importa si no hay medicinas o si el sistema de salud no es el prometido o si al AIFA se le tienen que destinar más recursos para que opere o si pospone la construcción de la carretera que lo conectará, o si la refinería Dos Bocas ya inaugurada sigue sin refinar ni media gota de gasolina o si los números de homicidios siguen creciendo al igual que el de los desparecidos o si el desempeño académico de los estudiantes no logra remontar los daños de los años de pandemia, nada importa más que promover a quien continuará, al que quizá sí cumplirá las promesas. Pero no es uno, si sino que la “emoción” está en ir descubriendo quién de los tres (o los diez) será la o el elegido.

Por supuesto que esta sucesión adelantada pasa cierto costo a la percepción del presidente como centro rector del poder, pues hay tres polos que atraen los posibles acomodos de los militantes de Morena y generan tensiones interiores que apenas vemos. Es evidente que también este juego sirve para “probar” las fortalezas y “medir” las debilidades de Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard y Adán Augusto López. Mientras el segundo todavía mantiene cierto nivel de compromiso con su laboral actual, la primera se ha destendido de los graves problemas de la ciudad que encabeza y el tercero se ha vuelto una figura polémica más para atraer reflectores que para lograr alguna gobernabilidad.

Este juego también tiene otros costos, el primero es el económico las giras promocionales o las pintas de bardas no surgen de la nada, cuesta dinero que se presume sale del erario.

El segundo es nuevamente la vulneración de la ley porque está prohibido hacer esta promoción pues son actos anticipados de la campaña aunque tengan un barniz de cualquier otra cosa.

El tercero es que en medio del ataque a los órganos electorales no tienen la fortaleza para actuar en consecuencia e imponer las sanciones que podrían llegar incluso a descalificarlos como candidatos a la mera hora; esa es también una manera discreta pero efectiva de inmovilizar al INE y al Tribunal Electoral sin tener que aprobar ninguna legislación.

El cuarto efecto es, al no existir de parte de la oposición definitivos candidatos presidenciales para el 2024, hay la sensación de que Morena lleva una inmensa delantera y los lamentos de “no hay oposición” son comunes entre muchos.

En este marco, sería importante que los ciudadanos que a partir de la marcha del 13 de noviembre levantaron la cabeza como la oposición real deben no sólo continuar con su defensa del INE sino comenzar con un ejercicio que sea inédito: discutir el plan de reconstrucción para fijar primero el plan de gobierno para el México que soñamos para que los partidos de oposición se “sometan” a lo que queremos. Si ya marcharon en la retaguardia de la marcha y no buscaron más protagonismo que el “natural” de su personalidad, no es lejano el escenario de lograr que adopten el plan ciudadano como su bandera y con ella ganar las elecciones en 2024.

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