Puebla amaneció envuelta en tensión. Corría el año de 1862 y la amenaza francesa era inminente. Las campanas de los templos no llamaban a misa, sino a la defensa. Se aproximaban los cascos de caballos extranjeros, y el cielo gris de mayo parecía anunciar lo que se convertiría en una fecha imborrable para la historia de México.
El país vivía una etapa crítica. Endeudado y fragmentado tras años de guerra interna, México había decidido suspender el pago de su deuda externa. España, Inglaterra y Francia reaccionaron enviando tropas. Pero mientras los dos primeros se retiraron tras firmar acuerdos, Francia, ambiciosa y con aspiraciones imperialistas, decidió quedarse. Napoleón III quería establecer un imperio en América y eligió a México como su pieza clave.
El ejército francés, experimentado y moderno, marchó hacia la capital. Pero para llegar a ella, tenía que pasar por Puebla. Allí lo esperaba un puñado de mexicanos, muchos mal armados, pero ninguno dispuesto a ceder.
El general Ignacio Zaragoza, de voz firme y estrategia clara, lideraba a poco más de cuatro mil hombres. Sabía que no contaban con la artillería ni el entrenamiento del enemigo. Pero también sabía algo más: defendían su tierra, su gente y su derecho a decidir su destino.
Los franceses atacaron desde temprano. Los fuertes de Loreto y Guadalupe fueron los principales escenarios de combate. Por horas se escucharon disparos, gritos y cañonazos. El barro mezclado con sangre hizo del suelo una trinchera viva. Pero los mexicanos resistieron. Rechazaron tres ofensivas y, al caer la tarde, lograron lo impensable: hicieron retroceder al ejército más temido del mundo.
Zaragoza, al comunicar la victoria, escribió con humildad pero con firmeza: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria.” La frase quedó para siempre en la memoria del país.

Junto a él lucharon figuras como Porfirio Díaz, quien más tarde gobernaría México, y decenas de campesinos convertidos en héroes. En el otro frente, el conde de Lorencez, arrogante y confiado, subestimó a sus adversarios y pagó el precio.
La victoria no detuvo la intervención francesa por completo, pero cambió el rumbo. Mostró que México no se rendía. Fue una inyección de valor para una nación necesitada de esperanza. Y, aunque la guerra continuaría, el 5 de mayo quedó marcado como el día en que un pueblo mal armado detuvo a un imperio.
Hoy, esta fecha no es solo una conmemoración. Es una lección viva. Un recordatorio de que la dignidad, el coraje y la identidad no se compran ni se imponen. Se defienden.
Recordemos Puebla no solo con desfiles y música, sino con reflexión. Honremos a los que lucharon con más corazón que armas, y celebremos la capacidad de resistir, de unirnos y de defender lo que somos.
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