La incongruencia, la negación, la rebeldía y el dolor son los cuatro rasgos de la revolución de género en que estamos inmersos, pretendiendo reinventar la naturaleza, la esencia y misión del hombre.
Desde hace unas décadas, el mundo ha venido adoptando esta revolución como un cambio cultural positivo, a tal grado que hoy por hoy 77 de los 200 países que hay en el mundo lo contemplan en sus leyes en mayor o menor medida, de acuerdo con datos de la revista National Geografic en su edición especial de enero de este año.
Tras esta pretendida redefinición del ser humano como una criatura que se siente capaz de contravenir a su propio creador, se viven daños colaterales, no accesorios, sino fundamentales.
En este sentido, el hombre pretende convertirse en dictador del valor de la persona, de aquello que lo hace mejor, le perfecciona o limita, negando con ello todo orden establecido tanto en el plan natural como divino.
Nacer mujer, identificarse como mujer y expresarse como tal, parecería algo lógico y natural; sin embargo, la revolución de género afirma que cada uno de esos hechos pueden disociarse, contradecirse, o bien, coincidir.
Es así que nos encontramos con mujeres y hombres que siéndolo biológicamente, no se identifican con su sexo, por lo que deciden transformase en el sexo opuesto, ya sea a través del vestir, o con la inclusión de iniciadores hormonales y la operación de reasignación de sexo.
Hasta aquí, pareciera sencillo de entender esta revolución ideológica: personas que no les gusta su sexo y deciden aparentar el opuesto en aras de encontrar la felicidad.
Sin embargo, desde hace poco más de 5 años esta revolución ha dado un paso más. Ahora ese disgusto por su sexo biológico puede tener infinidad de variaciones, en la identificación y en la expresión.
Todos sabemos que biológicamente sólo hay dos sexos: hombre y mujer, pero esta revolución asegura que nos podemos identificar de seis maneras: como mujer, siendo hombre biológico; o como hombre, siendo mujer biológica; como mujer, siendo mujer; como hombre, siendo hombre; o bien, siendo hombre o mujer, sin ninguna, o con ambas (binario y no binario).
La cosa se complica aún más cuando en la forma de expresarnos las opciones se multiplican tanto como la propia creatividad. Así, encontramos personas denominadas género binario, no binarios y género fluido. Todos ellos aspiran a redefinirse en todas las formas posibles, hasta el grado de pretender incluso naturalizar el matrimonio entre animales y objetos.
Hace unas semanas, en diciembre de 2016, el experto en inteligencia artificial David Levy, en el marco del Congreso Internacional de Amor y Sexo con Robots, señalo que para el 2017 serán promocionados los primeros robots sexuales (sexbots) y estimó que a mediados de este siglo el matrimonio con estos humanoides podría ser una realidad.
En la revista de National Geographic, de enero 2017, se cuenta el caso de un niño biológico que se identifica como mujer pero que se expresa como unicornio, cuya capacitación para su aceptación la recibe de instituciones educativas en Los Ángeles, California.
Naturalizar estos pensamientos, sentimientos y comportamientos, sólo llevan a una no-aceptación de la persona misma, de saber quién es y para qué está hecha, cuál es su función en la Tierra, y llevarla a una constate depresión existencial que normalmente se vive en la soledad.
Una revolución como ésta, sin duda pasará dejando huella en la historia de la humanidad y en el corazón del hombre, no sólo por el costo de sociedades inestables y sin horizonte, sino particularmente por el dolor que va dejando al rebelarse contra Dios, al negarse su esencia espiritual y la confusión en su vivir.
El hombre debe estar a favor del hombre, de su naturaleza trascendente e inmutable, no de sus gustos y teorías.
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