La primera Constitución del mundo: Francia

El 3 de septiembre de 1791, Francia promulgó la primera Constitución escrita de su historia. El documento fue el resultado directo de la Revolución Francesa, ese terremoto político que sacudió no solo a Europa, sino al mundo entero. El absolutismo, que había dado poder casi divino a los reyes durante siglos, enfrentó su primera derrota institucional al transformarse en una monarquía constitucional.

“El gran mérito de la Constitución de 1791 fue que, por primera vez, la soberanía dejó de residir en una persona y pasó a considerarse patrimonio de la nación”, explica Jean-Pierre Royer, historiador del derecho en la Universidad de París.

La trascendencia de aquel momento puede compararse con el nacimiento del constitucionalismo moderno: la idea de que un pueblo tiene derecho a organizarse bajo un marco jurídico supremo que limite el poder y garantice libertades.

Francia antes de 1789

A finales del siglo XVIII, Francia era una potencia en crisis. El rey Luis XVI gobernaba bajo el modelo de monarquía absoluta heredado de sus antepasados. Sin embargo, el país enfrentaba una grave crisis económica tras las guerras de sucesión y el apoyo a la independencia de Estados Unidos.

La sociedad francesa estaba organizada en tres estamentos: clero, nobleza y tercer estado (este último representando al 98% de la población, compuesto por burgueses, campesinos y obreros). Los dos primeros disfrutaban de privilegios fiscales, mientras que el tercero cargaba con los impuestos.

“Era un sistema injusto e insostenible. La mayoría financiaba los lujos de una minoría y no tenía representación política efectiva”, señala la historiadora francesa Mona Ozouf, autora de La Fête Révolutionnaire.

La convocatoria de los Estados Generales en 1789, tras más de 170 años sin reunirse, abrió la caja de Pandora. El tercer estado, harto de su marginación, se autoproclamó Asamblea Nacional y juró no disolverse hasta redactar una Constitución.

El camino hacia la Constitución de 1791

La Asamblea Constituyente trabajó durante más de dos años para redactar un texto que transformara a Francia en una monarquía constitucional. Inspirada en las ideas de Montesquieu, Rousseau y Voltaire, buscaba limitar el poder real y reconocer derechos básicos de los ciudadanos.

El texto aprobado el 3 de septiembre de 1791 estableció:

  • Soberanía nacional: el poder reside en la nación, no en el rey.
  • Separación de poderes: Ejecutivo en manos del monarca (con veto limitado), Legislativo en una Asamblea única y Judicial independiente.
  • Derechos del hombre y del ciudadano: ratificaba la célebre declaración de 1789.
  • Ciudadanía activa: derecho al voto para varones mayores de 25 años que pagaran cierto nivel de impuestos (lo que excluía a mujeres y a los más pobres).

Para muchos, se trató de un paso histórico aunque imperfecto. “La Constitución de 1791 fue el inicio de la modernidad política, aunque todavía limitada. El hecho de que las mujeres quedaran excluidas fue un síntoma de su tiempo”, recuerda la historiadora Lynn Hunt en La invención de los derechos humanos.

Consecuencias inmediatas: avances y resistencias

La proclamación de la Constitución no puso fin a la inestabilidad. Por un lado, generó entusiasmo entre quienes veían en ella un triunfo de la justicia y la razón. Por otro, provocó rechazo entre monárquicos absolutistas y sectores populares que consideraban insuficientes las reformas.

Luis XVI aceptó a regañadientes la Constitución tras haber intentado huir del país en 1791, en lo que se conoció como la fuga de Varennes. Su imagen quedó severamente debilitada.

En el plano social, surgieron nuevas tensiones: mientras los burgueses se beneficiaban del derecho de participación, campesinos y trabajadores urbanos seguían marginados. La revolución, lejos de concluir, entraba en una fase más radical que desembocaría en la caída de la monarquía y la instauración de la República en 1792.

Impacto a largo plazo: el constitucionalismo moderno

Pese a su corta vigencia —apenas un año— la Constitución de 1791 dejó una huella imborrable. Fue la primera en plasmar el principio de soberanía popular en Europa continental, inspirando movimientos en Italia, Alemania y América Latina.

El historiador François Furet lo resume así: “La Constitución de 1791 fue una promesa incumplida, pero su legado fue abrir la puerta a la política moderna, donde la ley se coloca por encima de los hombres”.

En América, los insurgentes mexicanos observaron de cerca la experiencia francesa. José María Morelos, en los Sentimientos de la Nación (1813), defendía que “la soberanía dimana del pueblo”, idea que había cruzado el Atlántico desde Versalles.

Un eco en el presente: el caso mexicano

Más de dos siglos después, la Constitución francesa de 1791 sigue ofreciendo lecciones. Una de ellas es la importancia de que una Constitución sea clara, breve y centrada en principios fundamentales, no en regulaciones administrativas.

México enfrenta un problema opuesto. Su Constitución de 1917, pionera en el reconocimiento de derechos sociales, ha sido reformada más de 700 veces. Muchos especialistas señalan que se ha convertido en un “código de leyes secundarias” más que en una carta magna.

El jurista Diego Valadés lo advierte: “Hemos caído en la tentación de parchar y parchar la Constitución, introduciendo disposiciones que deberían estar en reglamentos o leyes ordinarias. El resultado es una Carta Magna pesada y confusa que pierde su espíritu original”.

Para ciudadanos como Rosa Martínez, maestra de secundaria en Oaxaca, la Constitución se ha vuelto un texto lejano: “Cuando enseño civismo, los jóvenes me preguntan por qué tantas cosas que deberían estar claras en la Constitución parecen más un catálogo de ocurrencias políticas. Ellos sienten que la ley no es de todos, sino de unos cuantos que la manipulan”.

La proclamación de la Constitución de 1791 en Francia fue un hito que transformó la política mundial: limitó el poder absoluto, dio voz a la nación y estableció los cimientos del constitucionalismo moderno. Su corta vida no le resta valor histórico: fue el primer paso hacia un gobierno basado en principios y derechos.

En México, el contraste es evidente. Mientras Francia buscaba un texto breve y trascendente, nuestra Carta Magna se ha convertido en un mosaico de reformas coyunturales. La lección es clara: una Constitución debe ser brújula, no manual de instrucciones.

Hoy, cuando los debates constitucionales resurgen en nuestro país, conviene recordar lo que enseñó Francia en 1791: sin una Constitución clara y estable, no hay nación que pueda aspirar a justicia y libertad duraderas.

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