El recorrido que va desde Juan Pablo II hasta León XIV permite entender cómo la Iglesia Católica ha transitado de una visión defensiva sobre la participación de las mujeres hacia una etapa de discernimiento sinodal que promueve su inclusión activa y estructural. No se trata sólo de integrar mujeres por equidad, sino de responder al llamado del Espíritu que habla a través de los signos de los tiempos.
Juan Pablo II sentó las bases doctrinales con documentos como Mulieris Dignitatem (1988), donde subrayó la igual dignidad de varones y mujeres, aun afirmando la imposibilidad de la ordenación femenina. Introdujo el concepto de “genio femenino”, reconociendo los dones particulares que las mujeres aportan a la Iglesia. Sin embargo, su gobierno eclesial limitó su papel en estructuras de decisión.
Benedicto XVI continuó esa línea, valorando profundamente el papel de las mujeres en la Iglesia primitiva y en la historia de la santidad, pero sin alterar sustancialmente su estatus canónico. Sin embargo, durante su pontificado se publicaron documentos clave sobre la colaboración de laicos en la misión eclesial, donde las mujeres tuvieron creciente protagonismo.
El Papa Francisco, desde su elección en 2013, asumió con mayor decisión el desafío de incorporar a las mujeres en posiciones de liderazgo. Modificó leyes, creó nuevas estructuras y nombró a mujeres en cargos de alta responsabilidad: subsecretarías, consultoras, prefectas interinas. Con Praedicate Evangelium (2022), la reforma de la Curia romana abrió oficialmente la posibilidad de que laicos y laicas, sin orden sacerdotal, asuman funciones de gobierno incluso al frente de dicasterios.
En paralelo, la sinodalidad se ha convertido en el camino para que esta corresponsabilidad se haga real. En el Sínodo para la Amazonía (2019) y el actual proceso sinodal mundial (2021-2024), las mujeres han tenido voz y voto por primera vez en espacios tradicionalmente reservados a clérigos. El nombramiento de Sor Nathalie Becquart como subsecretaria del Sínodo de los Obispos, con derecho a voto, marcó un hito irreversible.
Además, la vida eclesial se ha nutrido del impulso de asociaciones como Voices of Faith, la Unión Mundial de Organizaciones Femeninas Católicas (UMOFC), y la Consulta Feminina del Pontificio Consejo de Cultura, que desde el ámbito eclesial han promovido la reflexión sobre el papel de la mujer. En 2018, Voices of Faith reunió en Roma a mujeres católicas líderes de Cáritas, universidades y ONG, que reclamaron “dignidad e igualdad en la Iglesia”.
La Iglesia sinodal se construye no solo desde arriba, sino desde el Pueblo de Dios. Y el sensus fidei femenino ha sido cada vez más visible en todos los continentes. Las mujeres no sólo quieren ser escuchadas: ya están sirviendo, enseñando, organizando y guiando comunidades. La cuestión ahora es estructural: ¿cómo traducir eso en corresponsabilidad institucional y misionera?
Como lo expresó Chiara Amirante, fundadora de Nuovi Orizzonti: “Por primera vez sentí que no estaba sola. Que la Iglesia escuchaba mi voz no como excepción, sino como parte de su cuerpo. Eso es sinodalidad”.
Esta transformación no está exenta de tensiones. Algunos fieles temen que las aperturas respondan a presiones externas o al secularismo. Otros exigen una reforma más rápida, incluso en temas doctrinales. Pero la Iglesia, como siempre en su historia, avanza “cum Petro et sub Petro”, discerniendo en comunión, con equilibrio y profundidad espiritual.
Francisco recordaba que : “La Iglesia necesita mirar con ojos de mujer creyente”. Pero la imagen va más allá: también necesita escuchar con su voz, caminar con sus pies, construir con sus manos, amar con su corazón. Solo así podrá respirar con “ambos pulmones”: el femenino y el masculino, en mutua donación.
En este horizonte, el pontificado de León XIV no es utopía, sino continuidad. Un Papa que retome la misión de Francisco y profundice la sinodalidad, la corresponsabilidad laical y el liderazgo femenino, no sería ruptura, sino cumplimiento de una promesa: que en Cristo “ya no hay hombre ni mujer” (Gal 3,28), sino una única Iglesia al servicio del Reino.
“Sentí por primera vez que mi experiencia no era una anécdota, sino parte de la vida de la Iglesia. Me escucharon como hermana, no como voz extraña. Eso es caminar juntos”, dice Chiara Amirante.
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