Querétaro, 19 de junio de 1867. Aquel día no se ejecutó solo a un hombre, sino a un proyecto de nación distinto, humanista, moderno. En el Cerro de las Campanas, el emperador Maximiliano de Habsburgo fue fusilado por órdenes del presidente Benito Juárez, quien, en nombre de una república debilitada, eliminó a quien había llegado con la intención de unir y transformar un país dividido.
La historia oficial ha retratado a Juárez como el defensor de la soberanía y a Maximiliano como el usurpador. Pero las evidencias, los testimonios y las decisiones políticas del periodo narran otra versión: la de un emperador culto, reformista y leal a México, que fue traicionado por una política sedienta de poder.
Un país en caos: el contexto del Segundo Imperio
México atravesaba un periodo convulso. Luego de décadas de guerra civil, inestabilidad y saqueo político, el país se encontraba dividido entre dos visiones opuestas. Por un lado, los liberales radicales encabezados por Benito Juárez; por el otro, un amplio sector conservador —y también liberal moderado— que anhelaba un orden más estable, capaz de detener el caos.
En este contexto, y con apoyo de Napoleón III, fue invitado al trono Maximiliano de Habsburgo. Pero no llegó como invasor: aceptó la corona con base en una consulta al “pueblo mexicano”, y bajo el compromiso de gobernar en función de sus intereses.
El emperador reformista
Maximiliano no fue un monarca absolutista ni déspota. Fue un gobernante visionario que decretó la abolición del trabajo forzado indígena, protegió las tierras comunales, impulsó la educación científica y artística, defendió la libertad de prensa y pretendió construir un Estado fuerte y justo.
Su esposa, Carlota, fue una aliada formidable. “La emperatriz era inteligente, sensible y profundamente comprometida con México”, dice la historiadora Barbara Tenenbaum. Juntos, formaron una de las parejas gobernantes más ilustradas de la historia latinoamericana.
Incluso cuando Francia retiró su apoyo militar, Maximiliano se negó a huir. Prefirió quedarse en México, convencido de que su proyecto era auténticamente mexicano. Fue entonces que Juárez decidió eliminarlo.
La captura y el fusilamiento
Sitio de Querétaro, mayo de 1867. Maximiliano fue capturado tras meses de resistencia. Pese a las súplicas de potencias extranjeras, intelectuales como Víctor Hugo y hasta el emperador de Brasil, Juárez ordenó su ejecución inmediata, junto con los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía.
El 19 de junio, frente a un pelotón republicano, Maximiliano pronunció con dignidad: “Perdono a todos y pido que todos me perdonen. ¡Viva México!”.
Juárez: ¿defensor o verdugo?
A Juárez se le ha mitificado como héroe nacional, pero cada vez más historiadores cuestionan su decisión. “La ejecución fue un acto de barbarie política”, afirma el académico Salvador Abascal. “Juárez no salvó a México, consolidó una dictadura republicana que persiguió y silenció a todo opositor”.
Muchos ven en él no al padre de la patria moderna, sino al hombre que, cegado por el poder, fue incapaz de ver el valor de un gobernante que, aunque extranjero, amaba más a México que muchos nacidos en él.
El legado de Maximiliano y Carlota
Carlota, tras su desesperada e inútil campaña por Europa para salvar a su esposo, cayó en un estado de locura del que nunca se recuperó. Vivió aislada por más de 60 años, guardando luto por un país que también la traicionó.
Maximiliano dejó un legado silenciado: planes de colonización para campesinos, protección de minorías indígenas, apoyo a las artes y una visión de México como potencia latinoamericana. Su crimen fue haber nacido en Viena y haber aceptado gobernar un país roto con compasión.
El Cerro de las Campanas no es solo un símbolo republicano. Es también el lugar donde se fusiló una posibilidad distinta: una nación unida no por ideologías extremas, sino por justicia, progreso y orden.
¿Fue Maximiliano un mártir de la soberanía mexicana? Para muchos, sí. Fue traicionado no por el pueblo, sino por las élites políticas sedientas de control. Su fusilamiento no consolidó la libertad, sino el inicio de un nuevo ciclo de autoritarismo bajo la bandera de la República.
Hoy, la historia merece contarse completa: con luces y sombras. Porque quizás, en lugar de haber sido el último emperador, Maximiliano pudo haber sido el primer gran estadista moderno de México.
“En mi familia, desde tiempos de mi tatarabuelo, se decía que Maximiliano era justo, que hablaba con los campesinos como iguales. Que Juárez lo mandó matar porque le tenía miedo. Esa herida sigue abierta.” — Don Ernesto Vargas, cronista oral en la sierra de Querétaro
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