El día en que la Iglesia comenzó a ser perseguida

El 12 de julio de 1859, desde el puerto de Veracruz y en medio de la Guerra de Reforma, el presidente Benito Juárez decretó la nacionalización de los bienes eclesiásticos, marcando un punto de inflexión en la historia de México. Si bien esta medida ha sido descrita por algunos sectores como una modernización del Estado, en la práctica significó la ruptura de un vínculo ancestral entre la Iglesia católica y el pueblo mexicano, así como la destrucción de una vasta red de servicios sociales sostenidos por la fe.

Tras la Guerra de Independencia, México vivió décadas de inestabilidad. En este contexto, dos visiones de nación se enfrentaron: una liberal y centralista, que pretendía construir un Estado fuerte y homogéneo, y otra arraigada en las tradiciones hispano-católicas, que veía en la Iglesia un sostén de identidad, moral y servicio.

Para los liberales, la Iglesia representaba un poder rival; para millones de mexicanos, era la única institución que les daba salud, educación, consuelo y sentido. Antes de 1859, más del 60% de las escuelas, hospitales, hospicios y casas de beneficencia eran mantenidas por órdenes religiosas o por el clero secular, según documentos del Archivo General de la Nación.

El Decreto de Nacionalización: ¿modernización o expropiación?

La disposición firmada por Juárez declaró que todos los bienes inmuebles del clero pasarían a ser propiedad del Estado, eliminando de un plumazo conventos, hospitales, templos no consagrados al culto, casas de asistencia y tierras productivas. Su objetivo declarado era debilitar el poder económico de la Iglesia y financiar al Estado liberal.

Sin embargo, las consecuencias fueron devastadoras para el pueblo más humilde: hospitales cerraron, escuelas desaparecieron y muchas propiedades fueron rematadas en manos privadas sin escrúpulos, que no continuaron la obra social de la Iglesia.

“De la noche a la mañana, los pobres nos quedamos sin médicos, sin maestros y sin padres espirituales. Nos quitaron la fe y nos dejaron la política”, relató en sus memorias Manuel Rodríguez, campesino de Guanajuato, en 1860.

Una reacción espiritual: resistencia, martirio y persecución

El decreto provocó la reacción profunda del episcopado, del clero y de los fieles, quienes lo vivieron como un acto de persecución. Muchos sacerdotes fueron expulsados o encarcelados por no someterse a las nuevas disposiciones. El obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, exiliado en Roma, denunció:

“Han herido a la nación en su corazón espiritual. No hay progreso posible sin alma, y el alma de México es cristiana.”

Este ambiente de creciente confrontación fue el preludio de décadas de tensión, que culminaron en el siglo XX con la Guerra Cristera (1926–1929), una de las persecuciones religiosas más sangrientas del continente. Todo comenzó en 1859, cuando se rompió la alianza histórica entre el pueblo y su Iglesia.

¿Secularización o deshumanización?

Los liberales promovían una visión de secularización como neutralidad religiosa. Pero en los hechos, la separación fue impuesta con violencia y despojo, sin diálogo ni consenso, y sin proponer una alternativa real para cubrir el vacío que dejaba la Iglesia. Donde antes había caridad, quedaron oficinas públicas; donde había educación en valores, llegó el positivismo frío.

El historiador Salvador Abascal escribió:

“México perdió más que tierras; perdió su unidad espiritual. Lo que vino después fue una república sin alma, sin arraigo y sin justicia social.”

Vigencia del debate

Hoy, más de 160 años después, la tensión entre laicismo de Estado y libertad religiosa sigue presente. Aunque se reconoce la necesidad de un marco jurídico neutral, la exclusión de lo religioso del espacio público ha generado nuevos vacíos: falta de ética en la educación, corrupción política, desarraigo familiar y violencia.

Mientras tanto, la Iglesia sigue —con recursos muy limitados— brindando educación, salud y asistencia, como lo hacía antes del despojo. Pero el Estado mexicano aún no ha saldado su deuda histórica con la comunidad de fe a la que expropió.

Teresa Guerrero, descendiente de una familia exclaustrada en 1860, relata:

“Mi bisabuela era hermana en el hospital de San Juan de Dios. El día que los soldados llegaron a tomar el edificio, salieron pacientes cargados en los brazos. Ella siguió curando en casas particulares. Nos quitaron el convento, pero no la esperanza ni la caridad.”

La nacionalización de los bienes eclesiásticos de 1859 fue una herida abierta en la historia de México. Aunque presentada como una medida de modernización, en realidad significó el inicio de una persecución sistemática contra la Iglesia católica, que dejó consecuencias humanas y espirituales profundas. Comprender este episodio no como una gesta heroica sino como un acto trágico de desarraigo y confrontación, es indispensable para sanar y reconstruir el verdadero sentido de la convivencia entre fe y Estado.

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