Cuando se piensa en la relación entre México y Estados Unidos, se suele evocar una tensión constante entre cooperación estratégica y resentimiento histórico. Pero ¿cómo se construyó ese lazo complejo que ha perdurado —a veces por necesidad más que por convicción— durante más de un siglo? Para entenderlo, hay que remontarse al turbulento siglo XIX y a las primeras décadas del XX, cuando los conflictos armados, el petróleo y la diplomacia sentaron las bases de una relación marcada por la asimetría, pero también por la interdependencia.
De guerra y pérdida territorial: un trauma fundacional
El siglo XIX fue testigo de uno de los mayores traumas en la historia nacional mexicana: la pérdida de más de la mitad del territorio original tras la guerra con Estados Unidos (1846–1848). La firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo dejó cicatrices profundas en la conciencia colectiva mexicana. El historiador Lorenzo Meyer sostiene que “el siglo XIX instauró una narrativa nacionalista defensiva ante la amenaza de un vecino expansionista” (Meyer, El nacionalismo mexicano, 2011).
A pesar de esa desconfianza, el porfiriato (1876–1911) introdujo una nueva etapa de pragmatismo económico. Porfirio Díaz, deseoso de modernizar el país, permitió una fuerte entrada de capital extranjero, incluyendo el estadounidense. “Durante este periodo, más del 60% de las inversiones en minería y ferrocarriles provenían de EE. UU.”, afirma el economista Carlos Tello en El desarrollo estabilizador (UNAM, 2001). Sin embargo, ese acercamiento económico no eliminó la tensión política: Estados Unidos no dudó en intervenir cuando lo consideró conveniente.
Intervenciones e inestabilidad: la Revolución bajo la lupa
La Revolución Mexicana (1910–1920) representó para Washington una amenaza a sus intereses económicos. En 1914, tropas estadounidenses ocuparon Veracruz como represalia por un incidente diplomático menor (el “Tampico Affair”), y en 1916 el general Pershing entró a territorio nacional para capturar a Francisco Villa, sin éxito. Estas acciones fueron percibidas como actos de imperialismo y reforzaron el nacionalismo mexicano.
“Las intervenciones estadounidenses durante la Revolución Mexicana reflejan una visión utilitaria de la política exterior: lo que importaba era la estabilidad a favor del capital extranjero”, señala el politólogo Sergio Aguayo (Colmex, 2012).
Bucareli: el pacto que salvó relaciones… a medias
Hacia 1923, tras años de enfrentamientos y caos, México necesitaba urgentemente el reconocimiento de su nuevo gobierno, encabezado por Álvaro Obregón. Por su parte, Estados Unidos deseaba seguridad jurídica para sus empresas, sobre todo las petroleras, ante los cambios de la Constitución de 1917 que establecía que el petróleo era propiedad de la nación.
Los Acuerdos de Bucareli representaron un pacto pragmático: México se comprometió a no aplicar retroactivamente los artículos constitucionales que afectaban a los inversionistas estadounidenses previos a 1917, a cambio del reconocimiento oficial por parte de Washington.
“Bucareli marcó el inicio de una nueva era de relaciones diplomáticas más institucionales, aunque cargadas de tensión por la percepción de subordinación mexicana”, escribe la historiadora Daniela Spenser (Relaciones México-EE.UU., CIDE, 2016).
Una doctrina nacionalista frente a una potencia hemisférica
En las décadas siguientes, México intentó construir una política exterior basada en principios claros de soberanía. La Doctrina Estrada de 1930 formalizó la postura mexicana de no intervención y no reconocimiento de gobiernos extranjeros con base en criterios ideológicos.
Esta postura, profundamente arraigada en la cultura diplomática mexicana, contrastaba con la política de seguridad nacional estadounidense, que promovía la intervención en América Latina bajo la Doctrina Monroe y, más adelante, el anticomunismo de la Guerra Fría.
Un ejemplo simbólico de esta discrepancia fue la negativa mexicana a romper relaciones con Cuba tras la Revolución de 1959, lo cual causó malestar en Washington. “México optó por mantenerse independiente en su política exterior sin romper del todo con EE. UU., lo que mostraba su habilidad para navegar entre la dignidad nacional y la realpolitik”, señala Rafael Rojas (El Colegio de México).
Segunda Guerra Mundial: una alianza por necesidad
Pese a las diferencias, la cooperación sí fue posible. Durante la Segunda Guerra Mundial, México declaró la guerra al Eje tras el hundimiento de buques mexicanos por submarinos alemanes. Esta decisión permitió una alianza estratégica con Estados Unidos, tanto en términos militares como económicos.
El programa Bracero, acordado entre ambos gobiernos en 1942, permitió que cientos de miles de trabajadores mexicanos fueran contratados temporalmente en Estados Unidos. Esta política resolvía una necesidad agrícola estadounidense y ofrecía ingresos a familias mexicanas, aunque no estuvo exenta de explotación laboral.
“Mi abuelo siempre decía que los ‘gringos’ nos robaron la mitad del país y después nos usaron para recogerles el algodón. Él fue bracero y decía que dormían en galpones y comían frijoles con tortillas duras todos los días”, relata don Federico Gómez, hoy de 83 años, desde su casa en San Luis Potosí. Su testimonio refleja cómo el pasado sigue vivo en la memoria de generaciones que vivieron la desigualdad de la relación bilateral.
Un siglo de pragmatismo incómodo
La relación entre México y Estados Unidos desde 1821 hasta mediados del siglo XX osciló entre la confrontación armada, la negociación diplomática y la colaboración estratégica. Los antecedentes históricos explican por qué aún hoy existe una mezcla de resentimiento, pragmatismo y desconfianza entre ambos países. Pero también evidencian que, cuando impera la razón y se respeta la soberanía, la cooperación es posible.
Este relato no es sólo un recuento del pasado: es una advertencia y una brújula. En un mundo globalizado, donde la interdependencia es inevitable, México debe aprender de su historia para negociar con firmeza y dignidad, sin caer en la sumisión ni en el aislacionismo. Porque, como bien afirma la Doctrina Social de la Iglesia, “una comunidad política auténtica se edifica sobre el respeto mutuo, la subsidiariedad y la solidaridad entre los pueblos”.
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