La odisea humana hasta el siglo XVIII

Cada uno de nosotros — y por extensión la cultura mexicana — es herencia de una cadena que comenzó hace decenas de miles de años, cuando pequeños grupos de Homo sapiens abandonaron su hogar en África en busca de nuevos horizontes. Esa diáspora fundacional dio paso a imperios que levantaron rutas comerciales por Eurasia, a la llegada del hombre europeo y africano al continente americano y, más tarde, a un intercambio global de personas, plantas, animales y ideas — y también a un colapso demográfico sin precedentes entre los pueblos originarios de América. En México esta historia encuentra un eco particular: los pueblos mexicas y otros sufrieron el embate de epidemias, cambios forzados y pérdidas profundas. Este artículo, desde la óptica de los valores que propone la Doctrina Social de la Iglesia — la dignidad humana, el bien común y la solidaridad — analiza hasta qué punto esa movilidad y ese encuentro global nos llaman a reflexionar sobre identidad, pertenencia y justicia.

Salidas de África y poblamiento de Eurasia y América

Las investigaciones más recientes confirman que los humanos modernos tienen su origen en África — el llamado modelo Out of Africa — y que una ola mayor de dispersión comenzó quizá hace entre 70 000 y 50 000 años, aunque hubo incursiones anteriores, quizá ya hace 100 000 años o más.  

Este éxodo se explica tanto por factores biológicos como ambientales: a medida que el clima cambiaba, los humanos desarrollaron la capacidad de adaptarse a distintos entornos, lo que les permitió abandonar el continente africano.  

Una vez fuera de África, los grupos humanos se dispersaron por Eurasia y alcanzaron distintas rutas hasta llegar al continente americano. Pese a la escasez de datos que permitan trazar todos los pasos, se acepta que desde Asia entraron poblaciones hacia el norte de América a través del estrecho de Bering o rutas costeras hacia el sur.

Este proceso plantea varias reflexiones: en primer lugar, la movilidad humana es antigua, natural y fundadora de lo que somos hoy. En segundo término, al reconocer que todos tenemos un origen común, se refuerza la dignidad intrínseca de cada persona — principio esencial de la Doctrina Social de la Iglesia.

Imperios, rutas comerciales y movilidad (Roma, árabes, Ruta de la Seda)

Ya instalados en Eurasia, los humanos no solo migraron sino que construyeron grandes redes de intercambio y poder. Los imperios de Roma, los califatos árabes, las dinastías chinas y los reinos indios interconectaron territorios mediante rutas terrestres y marítimas que facilitaron la circulación de bienes, ideas, enfermedades y poblaciones.

Un ejemplo icónico es la Ruta de la Seda, red que unía China con Europa a través de Asia Central. No solo transportaba seda, especias y metales, también transmisiones culturales y religiosas.   Asimismo, las rutas árabes del comercio trans-sahariano, del Mar Rojo y del Océano Índico conectaron África, Oriente Medio y Asia desde el siglo VII en adelante.  

En esta fase de la historia se observa que la movilidad no era solo la de grupos que buscaban nuevos territorios, sino también la de mercancías, esclavos, misioneros y peregrinos. El valor humano de esas rutas radica en que entretejieron culturas y pueblos distintos, y la Iglesia católica llegó también a ser agente de esa comunicación cultural.

Para los jóvenes mexicanos de hoy, entender esta fase es abandonar la idea de que “los pueblos originarios estaban aislados”. Por el contrario, estaban insertos en un mundo mucho más conectado de lo que pensamos. Es una invitación a ver nuestra historia con grandeza y sin inferencias de inferioridad.

Siglos XVI–XVIII: descubrimientos, colonización y reordenamiento demográfico

A partir de 1492 se abre un capítulo decisivo: el mundo preindustrial empieza a convertirse en global. El viaje de Cristóbal Colón marcó el inicio de la presencia europea sistemática en América, llevando consigo imperios, colonización, esclavitud, misiones cristianas y una reorganización radical del planeta.

La colonización supuso un encuentro que no fue equitativo: los europeos, con su tecnología, sus armas y sus sistemas de poder, impusieron estructuras sobre los pueblos originarios. En México, por ejemplo, el imperio mexica fue derrotado en 1521, pero tras el triunfo militar vino un proceso mucho más amplio de transformación social, religiosa, económica y demográfica.

Este periodo plantea tensiones: por un lado el impulso de “llevar la civilización” (en la visión colonial) y por otro el impacto humano sobre millones de personas que vivían en América. Desde la Doctrina Social de la Iglesia podemos decir que la colonización no respetó siempre la dignidad humana, la subsidiariedad o la justicia. Hoy nos llama a examinar nuestra memoria colectiva y a reconocer las heridas del pasado.

. El intercambio colombino: personas, plantas, animales e ideas

El fenómeno conocido como Intercambio Colombino se refiere al enorme flujo de biota, población, ideas y culturas entre el Viejo Mundo (Europa-Asia-África) y el Nuevo Mundo (las Américas) tras 1492.  

Por ejemplo: del Nuevo Mundo al Viejo llegaron el maíz, la papa, el fríjol, el cacao; y del Viejo al Nuevo llegaron el caballo, el cerdo, el trigo, además de enfermedades como la viruela.  

Las consecuencias fueron múltiples:

• Nutricionales: las nuevas hortalizas americanas permitieron un aumento demográfico en Europa gracias al aporte calórico y a la diversificación de culturas agrícolas.  

• Ambientales: se transformaron ecosistemas completos; animales importados alteraron hábitos, pastizales y poblaciones nativas.

• Humanos y demográficos: las enfermedades que los europeos llevaron a América provocaron caídas poblacionales dramáticas en muchas regiones indígenas.  

Desde una óptica del bien común y de la solidaridad, este intercambio nos obliga a reflexionar sobre la reciprocidad, la apropiación y los efectos no intencionados de la expansión humana y colonial.

El caso mexica/azteca: epidemias y desplome poblacional

En la cuenca de México, el imperio mexica vivía un florecimiento cultural y urbano que fue brutalmente interrumpido por la conquista y las epidemias. La enfermedad llamada Cocoliztli, una fiebre hemorrágica que atacó en 1545 y 1576, se considera uno de los factores más devastadores del colapso demográfico indígena en la región.  

Investigaciones dendrocronológicas y epidemiológicas indican que las sequías severas el siglo XVI agravaron las condiciones para el brote de cocoliztli, y que la combinación de enfermedad, desestructuración social, hambre y expulsión aceleraron la caída poblacional.  

De manera general, se estima que entre 1492 y 1650 la población indígena en las Américas cayó entre 50 % y 95 %.  

Un testimonio humano: aunque no tenemos un nombre individual ampliamente citado de la época para este artículo, imaginemos el de “María”, una joven nahua que vivía en un barrio de Tenochtitlan en 1520: vio cómo sus padres caían enfermos y morían, cómo la familia fue diezmada, obligada a trabajar en encomiendas y a abandonar tradiciones. Ese relato puede sintetizar millones de historias similares.

Este capítulo es clave para comprender que la migración y el encuentro global no siempre fueron benignos: hubo víctimas, hubo pérdida cultural y hubo deuda histórica. Y desde la Doctrina Social de la Iglesia surge el imperativo de reconocer aquellos daños, de valorar la dignidad de los pueblos originarios y de caminar hacia la reconciliación.

La historia humana es la historia de movilidad: desde los contornos de África hasta los confines del continente americano, hemos migrado, intercambiado, conquistado y sufrido. Para los jóvenes mexicanos de hoy, eso significa varias cosas:

• Somos el producto de múltiples migraciones y encuentros. Nuestra identidad no se reduce a una tribu o a un imperio, sino a un patrimonio común y compartido que atraviesa continentes y siglos.

• La movilidad humana no es un fenómeno nuevo. Las grandes rutas, los imperios, el intercambio económico y biológico precedieron por mucho a la industrialización y al mundo moderno.

• El papel de la religión y de los valores cristianos — como la dignidad de cada persona, la solidaridad y la búsqueda del bien común — es fundamental para interpretar esta historia como algo relevante para nuestra época. Nos llama a ver en cada migrante, en cada persona desplazada, una imagen de Dios y una oportunidad de fraternidad.

• El “Intercambio Colombino” y el derrumbe demográfico de los pueblos originarios de América nos recuerdan la dimensión ética de la movilidad: no todo desplazamiento fue voluntario ni todo encuentro fue justo. Hay heridas históricas que todavía exigen reconocimiento, reparación y memoria.

• Finalmente, esta mirada integral tiene un sesgo constructivo: reconocer que somos herederos de un mundo conectado, que la globalización no empezó ayer, que nuestras raíces están hoy dispersas y que ese hecho nos debe unir más que dividirnos.

En este sentido, decir “#YoSiInfluyo” es apropiado: cada uno de nosotros puede influir para que esta historia de migración, intercambio y encuentro se convierta en una lección de acogida, de respeto a la dignidad del otro y de compromiso por un mundo más justo.

Invito a los lectores a que investiguen, compartan y valoren estas historias detrás de nosotros — porque cuando entendemos las raíces, podemos construir un presente más consciente y un futuro más compasivo.

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