El cierre de 2025 ha colocado nuevamente a Venezuela en el centro de la agenda hemisférica. La política de Estados Unidos hacia el gobierno de Nicolás Maduro entró en una fase de mayor confrontación, con medidas que rebasan el terreno retórico y se traducen en acciones directas contra el comercio petrolero venezolano. En contraste, la reacción del gobierno mexicano no solo marcó distancia con Washington, sino que abrió un debate interno sobre los límites de la no intervención y el riesgo de confundir principios diplomáticos con alineamientos políticos.
Desde diciembre, la administración estadounidense endureció su postura al reforzar un esquema de sanciones y acciones marítimas dirigidas a frenar la exportación de crudo venezolano. El mensaje de Washington ha sido claro: asfixiar financieramente al régimen de Maduro, al que acusa de sostenerse mediante redes ilícitas y de haber cancelado cualquier ruta democrática creíble. En este contexto, la interceptación de buques petroleros y el anuncio de un bloqueo a embarcaciones sancionadas representan un salto cualitativo en la presión estadounidense, con efectos inmediatos en el mercado energético y en la estabilidad regional.
La estrategia de Estados Unidos combina sanciones económicas, control naval y una narrativa política que presenta al gobierno venezolano como una amenaza a la seguridad hemisférica. Aunque estas medidas han sido criticadas por su carácter coercitivo y por el riesgo de escalar el conflicto, Washington sostiene que se trata de instrumentos legítimos para forzar un cambio de conducta en Caracas, luego de años de sanciones sin resultados políticos visibles.
En este escenario, la respuesta del gobierno mexicano generó sorpresa y críticas. La presidenta Claudia Sheinbaum llamó a la intervención de organismos multilaterales y defendió la soberanía de Venezuela, advirtiendo sobre el riesgo de una escalada violenta. Sin embargo, su posicionamiento evitó cualquier mención directa a la deriva autoritaria del régimen de Maduro, a las denuncias de fraude electoral o a la situación de derechos humanos en el país sudamericano.
Para diversos analistas y sectores políticos en México, el tono del pronunciamiento presidencial fue problemático. Más que una defensa equilibrada de la no intervención, la postura mexicana fue interpretada como una adhesión implícita a la narrativa del gobierno venezolano, que se presenta como víctima de una agresión externa sin asumir responsabilidades internas. En esa lectura, México pareció hablar más como aliado diplomático de Caracas que como un actor preocupado por el destino de los venezolanos.
La crítica central apunta a que la defensa de la soberanía no puede desligarse del contexto político interno de Venezuela. Al omitir cualquier referencia a la represión, al cierre de espacios democráticos y a la crisis humanitaria que ha provocado la migración de millones de personas, la posición mexicana corre el riesgo de diluir la diferencia entre proteger principios internacionales y respaldar, de facto, a un régimen cuestionado.
Este enfoque también plantea interrogantes sobre los intereses que México decidió priorizar. Mientras Estados Unidos actúa en función de su agenda energética y de seguridad, la reacción de Sheinbaum no pareció centrarse en la defensa de los derechos de los ciudadanos venezolanos ni en una exigencia clara de soluciones democráticas, sino en blindar políticamente al gobierno de Maduro frente a la presión externa.
La postura mexicana, fiel a una tradición diplomática histórica, enfrenta así uno de sus mayores dilemas contemporáneos: cómo sostener el principio de no intervención sin convertirse en escudo de gobiernos autoritarios. En un contexto regional cada vez más polarizado, la línea entre la neutralidad y el alineamiento se vuelve difusa.
El episodio deja a México ante un desafío estratégico. Si aspira a jugar un papel relevante como mediador o referente regional, su diplomacia deberá encontrar un equilibrio más fino entre la defensa de la soberanía y una posición clara frente a los déficits democráticos. De lo contrario, su voz corre el riesgo de ser percibida no como una defensa de los pueblos, sino como una toma de partido en favor de los gobiernos.
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