Ante la muerte de un ser querido

Tema muy apropiado para estos días cercanos al popular Día de Muertos es el relativo a la actitud que suele adoptarse ante la muerte de un ser querido.

Antes de seguir, hacemos una pregunta: ¿Quién de nuestros amigos lectores no ha experimentado el dolor que supone perder para siempre a un ser querido?

Hay quienes experimentan una gran pesadumbre que los orilla al aislamiento pues sienten que el dolor los incapacita para relacionarse socialmente.

Otros se sienten frustrados, traicionados por Dios, Quien fue injusto con ellos al llevarse a una persona que era buena, que ningún mal hacía y que aún podía hacer mucho bien en este mundo.

Ambas actitudes muestran inmadurez ante un dolor que, si fuera aceptado como enseñanza, podría ayudar a comprender mejor el acontecer cotidiano.

Ante el dolor que supone la pérdida de un ser querido, vale la pena que nos preguntemos: ¿Qué clase de amor sentíamos por el difunto?

Dicho de otro modo: ¿Deseamos siempre lo mejor para quien ya se fue? O, por el contrario, ¿Veíamos en el difunto a alguien que nos ayudaba cuando lo necesitábamos?

Si respondemos afirmativamente a la primera pregunta, ni duda cabe que el cariño por el difunto era sincero.

Ahora bien, en el caso de que la respuesta afirmativa se haya dado en la segunda, tampoco hay duda: Si lamentamos la partida de quien ya se fue no es tanto porque dejó de existir, sino porque ya no está aquí para hacernos algún favor.

Una vez explicado lo anterior, preciso será que hagamos una reflexión a la luz de la Fe.

Nadie es absolutamente feliz en esta vida.

Por una o por otra causa, nuestro caminar hacia el destino final lo hacemos siempre en medio de problemas que nunca terminan pues apenas resolvemos uno de ellos cuando tenemos ya otros dos ante nosotros.

La realidad es que siempre habrá de faltarnos algo que impida que seamos totalmente felices.

Ahora bien, viendo la cuestión con visión sobrenatural, cuando alguien muere, si logró salvar su alma, no nos cabe la menor duda de que habrá alcanzado la felicidad eterna.

En ese momento, al contemplar tanta maravilla, si nuestro ser querido pudiera comunicarse con nosotros, nos diría lo mismo que San Agustín:

“No llores si me amas…si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo…si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos…si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual las bellezas palidecen”

Después de leer esto, si en realidad amábamos a quien ya se fue…¿Hay lugar para la pena?

Un ejemplo ilustrará lo anterior: Padre e hijo están encerrados en una lóbrega mazmorra y un feliz día el hijo es puesto es libertad.

No nos cabe la menor duda de que el padre quedará triste porque ya no tiene allí a su hijo; sin embargo, la pena se vuelve alegría al saber que su hijo está feliz gozando de la libertad y que habrá de llegar el día en que ambos habrán de reunirse.

¿Qué pensaríamos del padre que se limitó a renegar porque ya no tiene allí a su hijo para hacerle compañía? Que es un egoísta que no ama a su hijo porque no desea su auténtica felicidad.

En cambio si vemos la muerte como liberación de toda pena y paso obligado a una vida feliz por toda una eternidad, veremos como el ser amado salió ya de la prisión, que es feliz en su nuevo estado y que nos aparta un lugar allá donde se encuentre.

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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