La secesión de México

El Plan de Iguala les concedía a los mexicanos la facultad de darse leyes y formar gobierno, a la vez que destruía la odiosa diferencia de castas y de razas.



Mi anterior artículo lo intitulé la Guerra de Secesión de México, porque eso fue lo que pasó; en este, por el contrario, suprimí la palabra guerra porque es la parte en la que se produce, no se consuma -porque no había empezado- la separación (secesión) pacífica de México de la Madre Patria. El hecho de que Guerrero se mantuviera en pie de guerra en la sierra, no significaba ningún peligro para el Virreinato de la Nueva España dado que, como lo señaló el mismo Iturbide, el suriano tenía “escasez de hombres y de recursos” (Luis Reed Torres, op. cit.).

El Plan de Iguala les concedía a los mexicanos la facultad de darse leyes y formar gobierno, a la vez que destruía la odiosa diferencia de castas y de razas. A los españoles, a los criollos, a los indígenas, a los mestizos, etc., les aseguraba sus derechos de igualdad, de propiedad y de libertad. “La ejecución -del Plan de Iguala- tuvo el feliz resultado que me había propuesto -dice Iturbide en sus memorias, ya citadas (p. 11): Seis meses bastaron para desatar el apretado nudo que ligaba a los dos mundos. Sin sangre, sin incendios, sin robos ni depredaciones, sin desgracias y, de una vez, sin lloros y sin duelos, mi patria fue libre y transformada de colonia en grande imperio. Sólo faltaba […] un tratado que agregasen los diplomáticos al largo catálogo de los que ellos tienen y que de ordinario sirve de testimonio de la mala fe de los hombres, pues no es raro que se quebrante cuando hay interés en hacerlo cuando hay intereses en hacerlo, por parte de quienes tienen la fuerza. Sin embargo, bueno es seguir la práctica”.

Ese tratado se firma en Córdoba, Veracruz, el 24 de agosto, entre Iturbide y D. Juan O’Donojú, Virrey nombrado por Fernando VII para suceder a Apodaca y que había desembarcado en Veracruz unos días antes. “Si este general -dice Iturbide de O’Donojú- hubiera tenido a su disposición un ejército de qué disponer, superior al mío, y recursos para hacerme la guerra, hubiera hecho bien en no firmar el Tratado de Córdoba […] empero, acompañado apenas con una docena de oficiales, ocupado todo el país por mí […] digan los que desaprueban la conducta de O’Donojú, ¿qué habrían hecho en su caso, o qué les parece que debió hacer? (Memorias, pp. 12-13).

“Entré en México el 27 de septiembre, el mismo día quedó instalada la Junta Gubernativa de que hablan el plan de Iguala y el tratado de Córdoba”. El Acta de Independencia se firmó el día 28 y, como dato curioso aparece el nombre de don Juan de O’Donojú, pero no el de Vicente Guerrero. (Op. cit. p. 13). Pero la Junta Gubernativa, a pesar del cuidado que tuvo Iturbide al nombrarla, resultó ser un obstáculo al cumplimiento de lo deseado por él mismo. Don José se dio cuenta de que peligraba su obra, “que el plan de Iguala se debilitaba, porque lo consideraba la égida de la felicidad general”.

Un mes después, el 27 de octubre, hubo un clamor general para proclamarlo emperador “y no lo fui porque no quise serlo -señala Iturbide- costándome no poca dificultad reducir a los que entonces llevaban la voz porque desistiesen de su proyecto y no se empeñasen en retribuir mis servicios con el mayor de los males”.

“Algunos diputados -comenta Iturbide-, idólatras de su opinión, de aquellos hombres que tienen en poco el bien público cuando se oponen a sus intereses […] que saben intrigar, que tienen facilidad de humillarse con bajeza cuando les conviene, y desplegar todo el orgullo de su carácter cuando preponderan y que me odiaban porque mi reputación hacía sombra a su vanidad, empezaron a fomentar dos partidos irreconciliables: republicanos y borbonistas; unos y otros tenían por objeto principal destruirme”. Los republicanos tenían como modelo el país del norte y su sistema político. Los borbonistas, por su parte, sabiendo que el gobierno de España, por medio del decreto del 13 de febrero de 1922, “desaprobaba la conducta del general O’Donojú y quedaba sin fuerza el tratado de Córdoba” no deseaban que reinase un borbón en México, sino regresar “a la antigua dependencia, retrogradación imposible, atendida la impotencia de los españoles y la decisión de los americanos; de aquí es que yo quedaba hecho el blanco de ambas facciones, porque teniendo en mi mano la fuerza y siendo el centro de la opinión, para que cualquiera de ellas preponderasen era preciso que yo no existiese” (Op. cit. pp. 14-15).

La encomienda que Iturbide le había asignado a la Junta no sucedió como él lo había pensado. La elección de los diputados al Congreso Constituyente fue un verdadero desastre: “Algunos hombres verdaderamente dignos, sabios, virtuosos, de acendrado patriotismo, fueron confundidos por una multitud de intrigantes, presumidos y de intenciones siniestras […] los había de conducta públicamente escandalosa, los había procesados con causa criminal, los había quebrados, autores de asonadas, militares capitulados, había frailes, estando prohibido fuesen diputados aun religiosos […] y no ser elegidos los que deseaba la mayoría, sino los que habían sabido intrigar mejor. No quiero ser creído por mi palabra: examínese lo que hizo el Congreso en ocho meses que corrieron desde su instalación {…} En el país más rico del mundo el erario estaba exhausto, ni había con qué pagar al ejército ni a los empleados; […] el Congreso no quiso ocuparse de negocio tan importante a pesar de las reclamaciones que hice de palabra y por medio de los secretarios de Estado” (Op. cit. pp. 16-18).

A pesar de todas las intrigas del Congreso contra Iturbide, y ante las amenazas que eran cada vez más evidentes contra fieles seguidores del Libertador, el 18 de mayo de 1822, a las diez de la noche, el pueblo de la capital se congregó ante la casa de Iturbide, aclamándolo como Emperador Agustín I. “Inmediatamente- dice Iturbide en sus Memorias- como si en todos obrara el mismo sentimiento, se iluminó aquella gran capital, se adornaron los balcones y se poblaron de gentes que respondían llenos de júbilo a las aclamaciones de un pueblo inmenso […] lo primero que pensé fue salir a manifestar mi repugnancia a admitir la corona cuya pesadumbre ya me oprimía demasiado: si no lo hice, fue cediendo a los consejos de un amigo que se hallaba conmigo: ‘Lo considerarán un desaire y el pueblo es un monstruo cuando, creyéndose despreciado se irrita: haga usted este nuevo sacrificio al bien público: la patria peligra’. Hube de resignarme a sufrir esta desgracia que para mí era la mayor”.

Conocedor de los hilos de la política, Iturbide pidió al presidente del Congreso que citara a una sesión extraordinaria. Al día siguiente, se reunió el congreso y votaron a favor de Iturbide 77 diputados contra 15, pero no porque estos 15 repudiaran el nombramiento, sino porque querían que primero se consultara a las provincias. Sin embargo, no faltaron los que calificaron al Libertador (como hasta hoy en la historia oficial) como un tirano ambicioso e intrigante. “He dicho muchas veces antes de ahora y repetiré siempre, que admití la corona por hacer un servicio a mi patria y salvarla de la anarquía” (Op. cit. p. 26).

Este Congreso constituyente, sin embargo, no fue leal a la Patria. Muchos intrigaron para que las provincias no contribuyeran con las dietas para el sostenimiento del Imperio. Otros más conspiraron contra Iturbide y los tuvo que mandar detener. Muchos se dedicaban a pronunciar discursos que nada tenían que ver con la prosperidad del Imperio y afirmaban que no deberían tener ninguna consideración al plan de Iguala y al tratado de Córdoba. Iturbide tuvo que disolver el Congreso.

Entonces aparece por primera vez el verdadero Antonio López de Santa Anna. Éste era brigadier, jefe de la plaza de Veracruz. En lugar de combatir a los españoles que tenían como último reducto el Castillo de San Juan de Ulúa, desobedece, acuerda con ellos y traiciona a Iturbide. No contento con eso, desconoce a Iturbide como Emperador y lanza el grito de viva la república, en abierto acto de insurrección. “El tipo más peligroso en la América Española es aquel que injerta en su ser algunos elementos héroe con ciertas cualidades de histrión. Las multitudes se enamoran de los payasos épicos. Por eso México se enamoró de Santa Anna, el clown heroico de las primeras revoluciones”. (N. García Naranjo, citado por Luis Reed en Historias desconocidas de la Historia Mexicana, Edición privada, p. 129). Este suceso, que se concluyó con el Acta de Casa Mata, reunió a los principales enemigos del Libertador y éste al ver que se podía producir el derramamiento de sangre que tanto trató de evitar, prefirió abdicar y exiliarse.

“El amor a la Patria me condujo a Iguala, él me llevó al trono, él me hizo descender de tan peligrosa altura y todavía no me he arrepentido ni de dejar el cetro ni de haber obrado como obré” (Op. cit. p. 38). Ya estando en Europa Iturbide, el Congreso lo declara “traidor y fuera de la ley”.

Allá Iturbide se entera de que la Triple Alianza tiene planes de reconquistar México para España. Se embarca para México, llegando a Soto la Marina, Tamaulipas, el día 14 de julio de 1824. Pide que lo lleven con el general Felipe de la Garza (a quien consideraba su amigo por haberlo perdonado de una rebelión y ascendido de grado), éste lo saluda y con engaños le pide que se dirija a Padilla, y que después él lo alcanzará. Al llegar a Padilla se entera de que ha sido considerado traidor y en nombre de Felipe de la Garza, el ayudante Giordiano Castillo le lee su sentencia de muerte. Se confesó, oró, y se manifestó dispuesto a morir, no sin antes “darle al mundo la última vista”. Se dirigió a los soldados y pronunció, con voz fuerte y clara, las siguientes palabras: “Mexicanos, en el acto mismo de mi muerte os recomiendo el amor a la patria y la observancia de nuestra Santa Religión, ella es quien os ha de conducir a la gloria. Muero por haber venido a ayudaros, y muero gustoso porque muero entre vosotros. Muero con honor, no como traidor; no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha: no soy traidor, no, guardad subordinación y prestad obediencia a vuestros jefes, que haciendo lo que ellos os manden, cumpliréis con Dios. No digo esto lleno de vanidad porque estoy muy distante de tenerla” (Lucas Alamán, Historia de México, tomo V, Ed Jus, 1990, México, P. 496).

 

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