¿Qué mensajes nos transmiten los Reyes Magos?

Hace pocos días celebramos la Solemnidad de la Epifanía. Esta fiesta nos hace recordar el viaje de aquellos Magos que vinieron desde Oriente para adorar al Niño Dios en el portal de Belén y ofrecerle oro, incienso y mirra.



Cada uno desde su lugar de origen, por una gracia especial de Dios, habían visto una estrella especial en el firmamento y comprendieron que no se trataba tan sólo de una estrella más, o un fenómeno astronómico para estudiar, sino que supieron que aquel fulgor celeste les anunciaba -sin duda alguna- el nacimiento del Mesías que el pueblo hebreo esperaba desde hacía muchos siglos.

Y esa estrella los fue guiando… Primero para converger los tres en el mismo camino y en la misma dirección. Una antigua tradición señala que sus nombres eran Melchor, Gaspar y Baltasar. En segundo lugar, porque a los tres los movía un mismo fin: conocer y adorar al Hijo de Dios Encarnado.

Los teólogos consideran que este hecho extraordinario es la manifestación del Mesías para con todos los pueblos del orbe. Es decir, aunque era el Mesías anhelado por el pueblo hebreo, era también el Salvador de toda la humanidad.

Los Santos Evangelios nos hacen ver que nunca perdieron la fe. No obstante que antes de llegar a Jerusalén la estrella momentáneamente había desaparecido y decidieron preguntarle al rey Herodes: “¿Dónde está el nacido rey de los judíos?, pues vimos su estrella en Oriente y venimos a adorarle” (Mateo 2, 2). Los sabios y expertos en las Sagradas Escrituras que asesoraban a Herodes, respondieron que en Belén de Judá era la población que estaba vaticinada por los profetas donde nacería El Salvador.

Otra consideración teológica es la siguiente: no es que el hombre salga en busca de Dios, sino más bien es Dios quien ha salido en busca del ser humano. Se dice que la magnitud de la ofensa se mide proporcionalmente de acuerdo a la dignidad de la persona ofendida. Y, en este caso, después del pecado original de Adán y Eva, Dios era el Ofendido y, por ende, sólo Dios mismo podría repararla en la persona de Jesucristo.

Así que Dios tomó la iniciativa y vino a la tierra como un hombre más, estando en el seno de su madre por nueve meses, viviendo una vida normal, sin llamar la atención; trabajó como artesano al igual que San José. Llegado el momento de su vida pública predicó la Buena Nueva, hizo milagros y curó a los enfermos y moribundos. Posteriormente quiso padecer, sufrir y morir por amor a cada uno de los habitantes de esta tierra y, mediante su Resurrección, nos abrió las puertas del Paraíso.

Lo que movió a Jesucristo a tanto sacrificio fue su deseo de cumplir la Voluntad de su Padre Dios y el infinito amor por los hombres. “Me amó y se entregó hasta la muerte a mí”, comenta asombrado el apóstol San Pablo (Carta a los Gálatas II, 20). Me parece que no nos podemos acostumbrar a esta manifestación del enorme amor de Dios por cada una de sus criaturas, por cada uno de sus hijos en todos los tiempos.

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