Señor del mundo (Robert H. Benson)

En un mundo en el que parece que debemos defender con vehemencia la obvio, la lectura de Señor del mundo puede ser muy ilustrativa.


Señor del Mundo Robert H. Benson


«Si no existiera Dios, habría que inventarlo» (Voltaire)

¿Cómo termina este mundo? Para algunos, este mundo es eterno, se repite en ciclos regulares, todo vuelve a ser como antes. Para otros, algún día habrá de terminar. Pero cómo será el fin, no es algo en lo que todos estén de acuerdo. Sin embargo el cristianismo es la única doctrina que da no sólo una respuesta definitiva, sino esperanzadora para los hombres de buena voluntad, aquellos que al final se adhieren a la exhortación apocalíptica «esto fidelis usque ad mortem et dabo tibi coronam vitae», «Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida». Así el hombre pasa, como dirá san Agustín en su monumental obra, La Ciudad de Dios, «inter persecutiones mundi et consolationes Dei», «entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios». Porque el panorama no es consolador: entrados en el umbral de un milenio agitado y a las faldas de una gigantesca montaña de reorganización social, política, económica y cultura. Hay crisis por todos lados, se habla de cambios geológicos, de cataclismos, de una indeseable pero posible tercera guerra mundial, hay éxodos de pueblos hacia los países ricos de occidente. Y quizá lo más grave es ese atentado contra el sentido común, aquello que Orwell sostenía como el defender que dos más dos son cuatro, o lo que Chesterton entendía cuando decía que llegaría un tiempo en que habría que desenvainar espadas por defender que la hierba es verde.

De entre toda la literatura distópica, hay una novela que sobresale con singular fuerza. Es quizá la menos apreciada desde el punto de vista literario, y sin embargo para mí hasta ahora es la mejor que he leído de este género, por su realismo, su claridad, su precisión. Se trata de Señor del mundo (1908), de monseñor Robert H. Benson, clérigo anglicano inglés, converso a la religión católica.

Situada en el siglo XXI, en la ciudad de Londres, la historia comienza con el encuentro de dos sacerdotes ingleses, el padre Percy Franklin y el padre John Francis, con el exdiputado católico inglés, el sr. Templeton, quien les narra brevemente la historia de los últimos cien años de Inglaterra y el mundo, con cambios radicales, gracias al ascenso del partido Laborista al poder. Los hechos que marcan este período son el asentamiento del socialismo en el gobierno y en la sociedad, la persecución al catolicismo y la promoción de una religión secular, el humanitarismo; el auge y dominio de la masonería, la supresión de las universidades, la reorganización geopolítica de las grandes potencias y las grandes ideologías de Oriente y Occidente, aunado a los grandes progresos tecnológicos en el campo de los medios de transporte y la producción de armas nucleares.

El gran temor es una posible e inminente guerra con Oriente, aquella región fortalecida y recién despierta, gracias a la unión de las dinastías de la China y del Japón. En Occidente se sabe que una invasión por parte de Oriente significaría el fin de todo. Y en este clima de tensión, diputados, políticos y embajadores trabajan por la estabilidad sin lograr menguar las amenazas.

En este momento entra en escena un diputado inglés, el señor Oliver Brand, quien vivía con su madre, la señora Brand, y su esposa, la encantadora joven Mabel. Son el arquetipo y modelo de la sociedad secularizada, que ha desterrado de su mente y de su espíritu toda creencia en una trascendencia; no hay vida después de la muerte, no hay más felicidad que la que se logra en la tierra, el hombre decide cuándo termina su vida, porque al final no hay más dios que el hombre y todo cuanto puede experimentar por medio de sus sentidos. Y sin embargo, la señora. Brand, madre del Oliver, lleva en su corazón una inquietud que la aqueja, porque ella había sido criada de niña todavía en la religión cristiana. Por su parte Oliver Brand se ocupa de estar al tanto de la situación política mundial tan inquietante al momento, y entre otras cosas, se escucha el nombre de Felsenbugh, un joven político norteamericano, enviado en una delegación hacia Oriente, quien irrumpe en la escena mundial sin que se sepa prácticamente nada de él.

Más adelante ocurre un primer encuentro entre Mabel y el padre Percy Franklin, cuando al salir de una estación sucede un accidente, que presencia Mabel, y en donde la persona herida, tendida en el suelo de pronto es atendida por un sacerdote que aparece, porque pasaba por ahí coincidentemente. Se trata del padre Percy, que da la extrema unción al moribundo.

Mabel regresa a su casa sobrecogida todavía por el accidente, y cuenta a su esposo que vio a un sacerdote y que éste asistió al pobre hombre antes de su muerte. Ella le pregunta a su esposo: ¿En qué cree esa gente? Y el esposo le hace una caricatura de las creencias del cristianismo, diciendo que creen que aquel hombre sigue vivo en alguna parte, pero sin saber decir dónde, en un sitio en que hay un coro de ángeles, delante de un dios que castiga a los que no le obedecen y premia a los que se le someten, etcétera. Mabel termina por concordar con su esposo lo absurdo de tales creencias.

Tiempo después el joven padre John Francis visita al padre Percy para despedirse. Le dice que ha luchado internamente y a conciencia sobre sus creencias, pero que ya no puede más, que el cristianismo ha terminado por parecerle absurdo. El buen padre Percy lo pone en guardia advirtiéndole la enorme presunción y soberbia que supone dicho juicio: «Decir que el cristianismo es absurdo es soberbia. Es decir que mucha gente virtuosa y preparada no solamente está equivocada, sino que es estúpida», puesto que no logran ver los “absurdos del cristianismo”. Y sin embargo el padre Francis lo deja. El padre Percy advierte que «los argumentos eran inútiles con este hombre».

El padre Percy en un hombre de profunda oración, que al igual que todos los cristianos, enfrentaba serias crisis, porque el mundo se había vueltos hostil no sólo con el cristianismo, sino con todo indicio de trascendencia. Al materialismo reinante se le había aliado la psicología, que pretendía dar cuenta de todo fenómeno espiritual desde la inmanencia. En un encuentro con otros colegas sacerdotes, mientras se habla de cómo la masonería había logrado hacer sucumbir a la religión y cómo se estaba reconfigurando el mundo, se vuelve a escuchar el nombre de aquel joven político norteamericano, Julian Felsenburgh, de quien apenas se empieza a saber algo: era un brillante lingüista, que dominaba más de diez idiomas, joven de no más de treinta y tres años, que no usaba de los métodos tradicionales, no controlaba los periódicos, no había vituperado a nadie, su expediente era impecable, no había cometido ningún crimen en su vida, era «una figura pura, brillante, avasalladora». De frente a esta enigmática figura, no queda entre aquellos clérigos más que una sensación de desconcierto y desconfianza.

Un día, durante un discurso público, Oliver Brand sufre un atentado fallido. Un hombre le dispara, pero no logra hacerle daño. Sin embargo la impresión causa un malestar en su madre, quien a partir de ahí estará tiempo en cama, suponiendo que ya se acerca su última hora. El atentado contra la vida del diputado Oliver Brand no sólo no logra su objetivo, sino todo lo contrario, cuando se descubre que había sido realizado por un católico fanático, de modo que las noticias y la prensa se vuelca en odio en contra de todo el catolicismo. ¡Esto es lo que se puede esperar de un católico! En fin, la madre de Oliver, la señora Brand, sintiéndose en lecho de muerte, manda llamar al padre Percy para que la confiese y la reconcilie con la religión católica.

El mensajero encargado de buscar al padre Percy, fue el secretario de Oliver Brand, el señor Phillips, quien aunque no era católico, sin embargo creía en Dios. El padre Percy asiste en secreto a casa de la señora Brand, de noche, durante un momento en que no está su hijo ni su nuera. Habían ido a celebrar un suceso inaudito que habría de imprimir un rumbo totalmente nuevo al mundo entero: Felsenburgh, aquel joven político brillante, había logrado la paz entre Oriente y Occidente, y estaba por llegar a Londres. Cuando el padre Percy llega con la señora Brand, la confiesa y hablan de la situación política. La señora Brand está inquieta por el suceso de Felsenburgh, le dice que lo ha visto en sueños, y que preve lo peor. Mientras todavía están hablando, regresa la pareja Brand, y ven al sacerdote. Mabel lo reconoce; era aquel que había visto en la estación. Sin discutir, ya aparte hacen un acuerdo para que el padre pueda asistir y visitar a la moribunda. Pero unos días después muere. El padre Percy se aboca ahora a escribir un informe sobre los sucesos inauditos que estaban ocurriendo en el mundo, que entregaría personalmente al papa en la ciudad de Roma.

El padre Percy escribe, pues, su informe y viaja a Roma. Roma se había convertido en el auténtico bastión del catolicismo. El papa Juan, cuyo nombre era Pastor Angelicus, se había propuesto hacer de Roma la ciudad de los santos, había hecho un acuerdo con el gobierno italiano para que le dieran el dominio absoluto de la ciudad a cambio de entregarle todas las demás posesiones eclesiásticas del resto de Italia. Así pues, en Roma imperaba absolutamente el papa. La ciudad había sido dividida en cuatro barrios: el barrio Latino, el barrio Anglosajón, el barrio Alemán y el barrio Oriental. No podían vivir ahí sino clérigos y religiosos. El papa había reintroducido la pena capital para los apóstatas y herejes. Al llegar a Roma, el padre Percy siente un confortante y consolador alivio y descanso, lejos de una sociedad que le había dado la espalda a Dios. Ahí se encuentra con el papa Pastor Angelicus, a quien le da su informe sobre lo que había sucedido, lo que estaba sucediendo y el porvenir, y lo que creería que sucedería:

Felsenburgh, aquella figura misteriosa, había logrado la paz entre Oriente y Occidente. Los gobiernos occidentales estaban eufóricos, porque por fin reinaría la paz. A Felsenburgh se le llamaba con los epítetos de Salvador del mundo, Redentor, el Hijo del hombre. Muchos países y Estados le ofrecen el mando, desean que sea él quien los gobierne, pero Felsenburgh calla, hasta que la Unión Europea le ofrece el gobierno absoluto del continente. Felseburgh acepta acepta después de una deliberación de cuatro horas, como si hubiera estado esperando esa oferta especial. Corre por todas partes con alegría la voz de que por fin hay paz, y se ve cada vez más con odio a Cristo, puesto que Él había dicho que «no había venido a traer la paz, sino la espada», y en efecto, durante todos los años que floreció el cristianismo no hubo sino guerra una y otra vez.

Mientras se está reorganizando toda la vida social y política del mundo, según este nuevo episodio de paz, reaparece en escena el padre John Francis, antiguo colega del padre Percy, quien había dejado el sacerdocio para convertirse en ministro del gobierno en lo tocante al culto. Se habían dado cuenta que no se podía despojar del todo a la sociedad de la religión, así que le dan forma al humanitarismo, aquella nueva religión social, que pone al hombre en lugar de Dios. Se crean las festividades de la Maternidad, la Vida, la Alimentación y la Paternidad, se elimina toda trascendencia. Extrañamente el ahora señor Francis lucha con más ahínco que nunca en la propagación e instauración de esta nueva religión secular, una religión a la medida del hombre, que no exige mucho ni cosas irracionales o extravagantes, como en cambio hacía el cristianismo. El ahora señor Francis es un ferviente ministro de la religión.

El padre Percy cuenta todas estas cosas al papa y le expone al final de todo su última gran inquietud: para hacer frente a todo esto, él piensa que habría que fundarse una nueva orden «al estilo de los jesuitas, sin distintivos, sin el peso de una tradición precedente, que formara guerrilleros de Cristo, dispuestos a dar su vida hasta el martirio». El papa oye con atención el informe del padre Percy y al final decide nombrarlo cardenal.

Mientras tanto en Inglaterra se empieza a implementar entre otras cosas el nuevo culto, que por el momento es tolerante con otras formas de creencia, pero tiende a convertirse en el culto único permitido en la sociedad, cosa que ya se estaba realizando en Alemania, y en Francia casi se lograba con la destrucción total del cristianismo. Los únicos baluartes de cristianismo se habían vuelto la Irlanda y algunas otras pequeñas regiones de Europa. En medio de estos cambios, un día el ahora cardenal Percy Franklin recibe una visita del señor Phillips, antiguo secretario del diputado Oliver Brand, quien había hecho la gestión para que el padre Percy hubiera podido confesar a la señora Brand. Llega Phillips ante el cardenal Percy con una grave noticia: los católicos en Inglaterra están preparando un atentado contra la abadía que había tomado el gobierno para realizar ahí su culto religioso. Además habían escogido la fecha de la inauguración del nuevo culto, con una ceremonia espléndida a la que asistiría el nuevo gobernador de toda la Europa, Julian Felsenburgh.

Con esta noticia, el cardenal Percy informa al papa, para que se tomen las medidas necesarias, a fin de calmar la situación entre los católicos de Inglaterra, puesto que tal evento no haría sino dar muerte total al cristianismo. Pero al complot se descubre, y las autoridades planean una venganza inaudita: mandar un ejército de aeronaves para destruir la ciudad de Roma. Así pues, con el consentimiento y dirección de Felsenburgh, un ejército de naves, encabezados por éste, se dirigen a Roma y la bombardean. Roma queda completamente destruida.

El gobierno da por hecho que con esto había terminado por fin con el catolicismo. Y sin embargo algunos cardenales y el Papa habían logrado escapar. Se refugian en Jerusalén, en donde poco tiempo después muere el papa y entre los cuatro cardenales restantes se elige al cardenal Percy como el nuevo papa, quien vive oculto en Nazaret, la tierra donde había nacido el cristianismo. El nuevo papa comienza desde ahí poco a poco a reconstruir el catolicismo, ordena nuevos cardenales, en total doce, promueve aquella orden que había creado, tan deseada por el, la orden de Cristo Crucificado, que con celo va por el mundo, dando testimonio, dejando mártires en su legado, en su paso por Francia, España, Inglaterra, Alemania, en Oriente, etcétera.

Es singular el paralelismo entre el tiempo de esta última Iglesia y el tiempo de la Iglesia fundada por Jesucristo, semejanza que el nuevo papa, quien había adoptado el nombre de Silvestre, último santo del calendario, había advertido. Mientras tanto, el mundo entero había aclamado a Felsenburgh como su dios y señor absoluto. Mabel, sin embargo, la esposa de Oliver Brand, en su natural candor y bondad, había quedado turbada por la destrucción de Roma. Después del terrible suceso, habla con su marido para exigirle una explicación, puesto que no lograba conciliar que la nueva religión que profesaba ese humanitarismo, que pregonaba la nueva paz verdadera, la caridad, hubiera sido capaz de tal acto. «Mabel creía que la venganza era algo del cristianismo, pero ahora la había visto más feroz que nunca». Con estas dudas, Mabel va a visitar al señor John Francis, puesto que sabe que él era un antiguo sacerdote católico, para preguntarle por qué los católicos creen en Dios. Francis va resolviendo una a una las preguntas de Mabel, le dice que los cristianos creen que «del orden del mundo se puede deducir racionalmente la existencia de Dios», que «el sufrimiento es consecuencia del pecado», que «el pecado es una rebelión contra la voluntad de Dios», que «Dios se hizo hombre y muere en la cruz para salvar a los hombres», y que «el punto clave del cristianismo es la encarnación». Mabel le increpa que cómo es posible que muchos hombres crean en todo esto, a lo que Francis tiene que reconocer que «desde un punto de vista, la creencia del cristiano es absurda, pero desde otro punto de vista… El corazón tiene intuiciones que la razón no puede explicar. Hay una cosa llamada fe, que es sobrenatural y los cristianos creen que es un don de Dios. La fe los hace seguros de lo que creen al grado que muchos han muerto por su fe». Pero el señor Francis concluye asegurándole la absurdidad de dichas creencias. Mabel, no del todo conforme con lo que le ha respondido, termina por preguntarle: «Dígame, ¿qué pueblos son los más evolucionados, los de Oriente o los de Occidente?» A lo que John Francis responde sin vacilar y con toda firmeza: «¡Los de Occidente, por supuesto!». Y Mabel vuelve a preguntar: «¿Y dónde ha florecido el cristianismo, en Oriente o en Occidente?». El antiguo padre Francis se rehusa a creer que el auge del cristianismo haya tenido relación con el progreso de Occidente. Mabel, deshecha por los advenimientos absurdos que presencia, termina por suicidarse, puesto que la eutanasia era una práctica permitida en Occidente, para todas aquellas personas que en algún momento veían que ya no eran felices.

El cristianismo vuelve a surgir como una pequeña semilla que surge de la tierra. Hay algunos católicos dispersos por el mundo, pero en todo el mundo sólo unas trece personas sabían que el papa era Percy Franklin, «el resto sólo sabía que sobrevivía en alguna parte».

Las nuevas políticas del gobierno absoluto de Felsenburgh se vuelven cada vez más agresivas. Una vez que Felsenburgh ha sido adorado por el pueblo, proclamado dios, el eterno, el infinito, el alfa y omega, quien había dicho de sí «yo soy la puerta, la vía, la verdad, la vida; y mi reino no tendrá fin», se decide ahora a exterminar todo lo sobrenatural y a castigar duramente a quienes reconocieran lo contrario.

El papa convoca entonces a un nuevo concilio, llama a sus doce cardenales para que reúnan a todo el clero católico para hacer frente a esta nueva última política del gobierno. En medio de la amenaza, uno de los doce cardenales, el cardenal Dolgorowski, traiciona en secreto al papa, presentándose antes las autoridades del gobierno, dando su paradero, diciendo que gobierna y reorganiza al catolicismo desde Nazaret. Aquella región había sido menospreciada por el nuevo gobierno, y por ello había sido dejada en paz. Ahora el gobierno de Felsenburgh se dispone a preparar un nuevo ataque, para destruir finalmente todo lo que queda del cristianismo, al papa con su pequeña corte de cardenales, ministros, religiosos que estaban a punto de reunirse en un concilio.

Se establece un ejército que irá a destruir Nazaret. Sin embargo el tiempo es extraño durante esos últimos meses: olas de calor inexplicables, tormentas, inundaciones, el mar había sumergido ya varias islas. El día del ataque a Nazaret se esperaban truenos. No había, pues, tiempo que perder. En Nazaret, ya reunidos los cardenales y clérigos, se disponen a llevar a cabo su concilio. El papa Silvestre anuncia lo que hará, mientras que su asistente le llama la atención por si hay que ponerlo a salvo. En un momento de solemnidad, el papa Silvestre le dice que no hace falta tomar ya más precauciones. El papa se enderezó y dijo: «Si hay un corazón que duda o está temeroso, tengo una palabra que decir: He tenido una revelación de Dios. Ya no camino por fe, sino por visión».

«Lo espiritual parecía volverse visible». El papa se encontraba celebrando. Era el día de Pentecostés. Cuando terminó de celebrar, entró corriendo a gritos un hombre que hablaba en árabe. Se escucharon tumultos, ruido, desesperación. Con una extraña paz comenzaron a entonar el himno «O salutaris hostia». Todos cantaban himnos. Y en un momento salieron y vieron al ejército dispuesto para la batalla. En el oscuro cielo de pronto se dibujó una tenue luz. Se hizo cada vez más viva detrás de aquel ejército que estaba dispuesto a la destrucción. De pronto un trueno. Y apareció el príncipe de este mundo, «el exiliado de las edades eternas».

«Entonces este mundo pasó y la gloria de él».

Me estremezco al pensar en ese momento, al mismo tiempo que me reconforta extraña y apaciblemente una antigua promesa de esperanza, tan vieja como nuestra era de dos mil años; aquella última promesa de «un cielo nuevo y una tierra nueva».

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