Reflexión sobre la encíclica de Juan Pablo II.
«La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad.»
Con estas palabras comienza esta noble reflexión, contenida en una de las más emblemáticas encíclicas que escribió Juan Pablo II, con el fin de mostrar no sólo la armonía que existe entre una y la otra, sino también su necesaria complementariedad, como lo expresa la bella metáfora que emplea el pontífice; porque cuando se rechaza una de las dos, se le niega al alma uno de los tesoros que más anhela: no sólo la verdad, sino una verdad plena y trascendente, que dé sentido total a la vida del hombre y que ofrezca respuestas definitivas a los grandes interrogantes de la humanidad.
Dicha metáfora, que me repetí muchas veces hasta grabarla en mi memoria, como los griegos esculpieran en el templo de Apolo en Delfos aquella otra sentencia áurea: «Conócete a ti mismo», me reveló además la apacibilidad con que la verdad se manifiesta cuando ésta es auténtica.
La encíclica Fides et Ratio, como suele ser con los documentos pontificios, responde a una exigencia particular y acuciante del momento. No es por tanto casual que el papa haya dedicado no sólo ésta, sino otras reflexiones en torno a la relación que existe entre la fe y la razón desde muchos años atrás, incluso siendo ya estudiante de filología polaca en la universidad Jagellónica de Cracovia, o en sus estudios de filosofía y teología, o siendo profesor universitario, o ya como obispo. Para quien conoce la biografía del santo, sabe que tal armonía entre estos dos modos de conocimiento, el de la fe y el de la razón, fue un tema que le preocupó hasta el día de su muerte. Lo testimonia su último libro publicado en vida, Memoria e identidad, donde reconstruyendo aquella vertiente oscura de la filosofía, que él denomina la filosofía del mal, indica como uno de los puntos de referencia aquella revolución cartesiana que significó el «cogito, ergo sum», que trastocó el orden del conocimiento, privilegiando la conciencia por encima del ser, lo que ocasionó el paulatino triunfo del racionalismo en sus múltiples denominaciones (positivismo, cientificismo, etcétera), hasta devenir en su natural consecuencia: el nihilismo y la negación de una verdad definitiva. Porque la razón, sin la fe, no alcanza a vislumbrar el alto destino al que está llamado el hombre: la vida con Dios.
Reconstruir en esta síntesis el trayecto que recorre dicha razón humana, que va más o menos desde el triunfo del nominalismo (principios del siglo XIV), hasta el apogeo del nihilismo y del relativismo práctico (siglos XX y XXI), rebasa toda pretensión mía. Y sin embargo hay que poner de manifiesto la importancia de dicho período, para la comprensión cabal del hombre moderno y para encontrar el modo adecuado de ofrecerle una respuesta al hombre futuro.
En primer lugar, destaco el amor total y desinteresado que Juan Pablo II profesaba por la verdad; amor que compartió con otros grandes pensadores situados en la más alta orografía filosófica, como lo fueron Aristóteles o Platón, o los doctores y padres de la Iglesia, San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Tal amor se caracteriza por valorar sin prejuicios ni pretensiones la diversidad de culturas, por encontrar en ellas las semillas de verdad: «Cada pueblo posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas». Sin embargo, como buen filósofo y pensador maduro, pone en guardia al estudioso de la sabiduría para evitar todo relativismo. Una sola es la verdad, y algunas culturas o ciertas doctrinas se acercan o se alejan más o menos de ella. El deber del filósofo perfecto es poner a prueba todo sistema de pensamiento, para reconocer la verdad que pueda haber en él para abrazarla, y para corregir el error que pueda encontrar.
Sin embargo, la filosofía no es el único camino que pretende poseer ciertas verdades. El cristianismo enseña que hay una vía superior y más segura, en cuanto que su objeto es más alto que el que puede alcanzar la sola razón, y en cuanto que el garante de dicha fuente de conocimiento es Dios mismo. Para el cristiano, Dios se ha revelado a lo largo de la historia a través de profetas y visiones, pero en este último tiempo lo ha hecho a través de su Hijo, enviándolo para dar a conocer la verdad que lo salva.
El mensaje de Cristo tiene una fuerza que penetra las mentes y los corazones de los hombres, y transforma el alma radicalmente, porque es un mensaje que se dirige a la esencia, a los anhelos más profundos del hombre. A lo largo de la historia, el hombre se ha enfrentado a ciertos fenómenos que lo maravillan, de los cuales nace su admiración por la naturaleza, y busca sus causas. Pero al mismo tiempo enfrenta otro tipo de fenómenos, de origen más hermético, y que no termina por interpretar satisfactoriamente: ¿De dónde el mal? ¿Por qué el sufrimiento y el dolor? ¿Por qué la muerte? ¿Qué hay más allá de la vida?
El sufrimiento, enseña el cristianismo, es consecuencia del pecado. Y el pecado es una desobediencia a Dios, es decir, la pretensión del hombre de cimentarse a sí mismo en árbitro absoluto de su destino, en juez último de lo que es bueno y de lo que es malo. ¿No ha sido así acaso lo que ocurre bajo el poder e influencia de las grandes dictaduras y de los sistemas totalitarios, como lo fue en el siglo pasado durante el Nacional Socialismo y el Comunismo? Sistemas de pensamiento y de gobierno que pretenden establecer qué es lo bueno y qué lo malo, al margen de toda trascendencia, es lo que ocasiona el mal, ya sea a grande escala, como en un sistema político, o en menor, como en las relaciones personales y familiares. Donde una voluntad se pone por encima de las demás, buscando sus propios intereses al margen del interés de los demás, ahí comienza el mal, el sufrimiento y el dolor.
La fe es una luz que ayuda a esclarecer, pues, tales misterios que envuelven la vida del hombre. Eso no quiere decir que elimine el misterio, sino que solamente lo pone de manifiesto y le da un sentido. La fe, así, no puede ni debe desentenderse de la razón, porque la supone necesariamente, para su correcta interpretación. Por eso, a lo largo de la encíclica el papa Juan Pablo II pone en guardia al lector, a fin de evitar los dos peligrosos extremos a que la mente humana está expuesta: el fideísmo y el racionalismo. El primero es un abuso de la Revelación de Dios, que pretende volver inútil toda colaboración por parte de la razón; y el segundo es lo contrario. Ambos son un vicio de la mente humana, una deficiencia, que no logra armonizar los diferentes tipos de conocimiento. A este respecto cabe repetir una de las razones expuestas por el papa para argumentar la superioridad de la fe sobre la razón. Usa la analogía de las relaciones interpersonales: así como el hombre muestra mayor afecto hacia una persona cuando deposita en ella su confianza, sin tener que exigirle pruebas de lo que dice; así el cristiano hace uso de un amor verdadero cuando confía plenamente en lo que se le ha revelado, y lo prueba al grado de dar su vida por ello.
La vía para vivir la vida de fe podría parecer ardua. Piénsese, sin embargo, que es más dura la vida de quien no logra armonizar su vida con la fe, para quien la trascendencia no tiene mayor valor que lo que se percibe y se goza en esta vida. Y es más difícil la vida de quien no tiene fe, porque sin fe no se da una respuesta satisfactoria al problema del mal, el dolor y la muerte, fenómenos que cualquier persona, con fe o sin ella, en algún momento tendrá que enfrentar. Pero no se trata aquí de un cálculo utilitarista de conveniencia. Quien tiene fe, sabe todo el bien que le está reservado, y no sólo eso, para quien vive la fe, ni el dolor, ni el mal, ni la muerte le parecerán un absurdo o un sinsentido; al contrario, como una luz iluminará su sendero y el de quienes caminen con él.
La encíclica reconstruye, pues, brevemente la historia del pensamiento y las relaciones entre la fe y la razón desde la aparición del cristianismo y sus primeros enfrentamientos con las escuelas filosóficas de aquel entonces: estoicos, platónicos, etcétera; hasta la crisis que hoy en día sufre dicha relación. No me parece casual que, una vez puestas en enemistad e irreconciliables la fe y la razón, se mermen al mismo tiempo otras relaciones fundamentales y se pretenda por diversos medios poner enemistad entre la mujer y su mejor amigo, el hombre; entre los hijos y sus principales benefactores, sus padres; entre los ciudadanos y sus más fuertes aliados, los gobiernos; y finalmente entre el hombre y su Creador, Dios. No es un asunto menor, y aunque lo pareciera, la historia, tarde o temprano, pondrá de manifiesto cuáles eran las piedras angulares sobre las que habría que construir y cimentar la civilización, desde sus fundamentos: el derecho a la vida, a la libertad, hasta sus instituciones más sofisticadas, la administración de las riquezas, la división de poderes, las garantías, las instituciones educativas. Al centro de todos estos ámbitos está el hombre, y en el corazón del hombre es donde se lucha por la armonía entre lo que conocemos por razón y lo que se nos revela y da a conocer por la fe, que es el culmen y principio de las preguntas últimas sobre la verdad del hombre.
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