Allí donde, en pleno siglo XX y lo que va del XXI, los gobiernos decidieron qué se produce, cuánto y para quién, la pobreza no solo no disminuyó, sino que echó raíces más profundas. Paradójicamente, quienes prometían acabar con el capitalismo terminaron por crear su versión más asfixiante: un capitalismo de Estado, donde los gobernantes monopolizan, además del poder político, el económico.
No es progreso, es regresión. Volvimos al absolutismo, pero con ropaje moderno. Como en los tiempos de los monarcas que gobernaban por derecho divino, los líderes actuales concentran poder sin contrapesos. Luis XIV, paradigma del absolutismo, reinó 72 años y se creía, o lo creían, la voz de Dios en la Tierra. Desde niño le enseñaron una idea simple y peligrosa: los reyes no deben dar cuentas, solo recibir homenajes.
Allí donde se instaló ese “capitalismo” estatal —la China de Mao, la URSS estalinista, Europa del Este, Corea del Norte, Cuba, Venezuela— el nivel de vida de la mayoría cayó en picada. Y como quien huye de un incendio, millones de personas emigraron hacia países donde sobrevive la economía de mercado, por imperfecta que sea.
El ciclo es viejo: el poder absoluto reaparece con otro nombre, pero con la misma concentración voraz. Solo falta que, como en la Edad Media, empiecen a declararse enviados divinos. La historia no se repite, dicen, pero a veces rima con un tono inquietante.
En Mesoamérica, los mayas creían que sus reyes eran la encarnación de lo divino. Podían hablar con los dioses y, de paso, dominar sin límites a sus pueblos. El despotismo, ya sea con tocado de plumas o con banda presidencial, conserva su esencia.
El deber de los gobiernos democráticos no se agota en proteger la vida y la propiedad: deben también garantizar la libertad. Libertad como posibilidad real de elegir dónde vivir, en qué trabajar (o no trabajar), con quién casarse, qué fe profesar o si renunciar a ella, qué producir y a qué precio vender. Sin eso, la democracia es fachada.
La única frontera legítima de la libertad es la que impide que nuestras decisiones dañen a otros. No podemos obligar a alguien a darnos su trabajo, su bien o su tiempo sin su pleno consentimiento. El intercambio solo es válido si nace de la libertad, no del miedo.
Nadie intercambia con un ladrón: el ladrón arrebata. Aunque uno entregue su cartera “voluntariamente” ante el cañón de una pistola, no lo hace libremente. “Voluntas coacta voluntas est”, decían los romanos: la voluntad forzada sigue siendo voluntad. Pero una voluntad así no legitima nada.
Para que exista delito, debe probarse que hubo coacción: una entrega forzada, no libre. Si alguien nos amenaza y cedemos algo de menor valor para salvar lo más valioso —la vida—, aunque parezca que ambos ganamos, el acto es ilícito y punible. La ley castiga no el resultado, sino la ausencia de libertad.
La humanidad comenzó a avanzar cuando dejó atrás el despojo y se asentó en el respeto a tres derechos esenciales: vida, propiedad y libertad. Fue entonces cuando el robo dejó de ser el medio principal para conseguir lo ajeno y fue reemplazado por el intercambio voluntario. El trueque fue la primera expresión de esa civilización naciente, hasta que apareció ese símbolo abstracto que hoy llamamos dinero.
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