¿Quién la pintó?

Hillary Clinton, en el 2009, visitó la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México, en calidad de secretaria de estado de los Estados Unidos. Al estar frente a la imagen de la Guadalupana, milagrosamente plasmada, le preguntó al rector de la Basílica, Mons. Monroy: “¿quién la pintó?”. Este respondió con sencillez y convicción: “Dios”. Ante lo cual, la impía secretaria dejó ver una amplia sonrisa de incredulidad. Desafortunadamente, su caso no es único. Aún en el México Guadalupano hay un mito, extendido en ciertos círculos, de que la iglesia inventó dicha aparición, a fin de convertir a los indígenas.

Sin embargo, ahora que las ciencias adelantan que es una barbaridad, dicha tilma ha sido analizada, con ayuda de la más avanzada tecnología, por científicos reconocidos; quienes unánimemente han reconocido que la tilma muestra unas particularidades tan excepcionales, que son; tanto humanamente imposibles de reproducir como de ser explicadas por la ciencia.

Empecemos con la tilma en la cual está plasmada la imagen y que al ser de ínfima calidad (recordemos que pertenecía a un hombre sumamente humilde) difícilmente podría servir de lienzo. En ésta, no se han podido detectar ni pigmentos, ni pinceladas. Además, ésta no muestra el deterioro debido al tiempo. Esto, a pesar de haber sufrido dos incidentes: uno en el que por error se derramó ácido sobre ella y el otro, a principios del S. XX, cuando se detonó, de manera intencional, una bomba junto a la imagen. Todo lo que se encontraba alrededor fue destruido, sólo la imagen permaneció intacta.

Por si esto no fuese lo suficientemente convincente, hace ya varios años, la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA por sus siglas en inglés) realizó un exhaustivo análisis a la tilma, llegando a la conclusión de que la imagen parece estar viva pues la tilma mantiene la temperatura corporal de una persona sana (alrededor de 36,6°). Otros científicos, al examinar los ojos de la imagen, han encontrado que cuando se exponen a la luz, las pupilas se contraen y cuando la luz se retira, vuelven a dilatarse. Al aumentar el tamaño de los ojos (2.500 veces) se han identificado hasta 13 individuos en ambos ojos en diferentes proporciones. Además, al colocar un estetoscopio sobre el cinto de la Virgen, los científicos han medido un pulso de 115 latidos/min, el número de frecuencia cardíaca fetal.

A estos portentos se suman varios otros. Mas, lo que vieron los indígenas en la tilma, no es menos asombroso. Para descubrirlo, vayamos al año 1531, fecha en la cual el arzobispo de la Nueva España, Fray Juan de Zumárraga, pidió a la Madre de Dios, Su ayuda e intervención en la colosal labor de la evangelización de los indígenas. Como señal de que su petición sería escuchada, pidió a la Virgen que le enviara rosas de su región natal, Castilla.  La Virgen, no sólo le envió las tan anheladas rosas a través del indio Juan Diego, a quien se apareció varias veces, sino que además, realizó un prodigio no efectuado en ningún otro lugar; dejar estampada Su imagen. Aunque quizá, el mayor milagro, fue que dicha imagen provocó lo que se considera la conversión masiva más grande de la historia. Y es que los indios, acostumbrados a comunicarse a través de imágenes, comprendieron el mensaje que se desvelaba tras cada detalle y color de la sagrada tilma. Veamos un par de ellos. 

La Virgen durante sus apariciones se presentó como: “la Madre del verdadero Dios”, cosa que confirma la imagen, en la cual el resplandor del Sol, que disipa las nubes, anuncia a los indígenas la llegada de un sol nuevo, el Dios único y verdadero que ilumina la imagen de María al tiempo que parece brillar dentro de Ella, en especial a la altura del talle cuyo cinto anuncia que la doncella (puesto que sólo éstas traían los cabellos sueltos) está encinta. La flor de cuatro pétalos (símbolo del sol y de plenitud) sobre el vientre de María, representa a Dios que viene a traer la luz en medio de la oscuridad pues las estrellas del manto anuncian Su nacimiento, justo en el solsticio de invierno.

Si a los indígenas, la imagen les reveló la verdadera fe, a los españoles también les fue familiar la imagen, encontrando una gran similitud entre la Virgen del Tepeyac y la Virgen de Guadalupe, que tiene su origen en Extremadura. Esta Virgen también se apareció a un pastor, en el año 1326, para pedirle se construyese una iglesia en el lugar de su aparición. Al comenzar las excavaciones para la construcción de la iglesia encontraron una caja que contenía la imagen de una Virgen hermosísima. Se cree que dicha imagen fue esculpida por el mismo San Lucas y que el Papa Gregorio Magno se la regaló al obispo de Sevilla, San Leandro. Cuando la ciudad fue atacada por los moros en el año 711, los cristianos la enterraron apresuradamente en las colinas, cerca del río Guadalupe, para evitar que fuese profanada por los musulmanes. A esta imagen se le atribuyen varios milagros, especialmente relacionados con las batallas contra los musulmanes, que tienen su fin en 1491 con la reconquista de Granada.

Sin embargo, después de la reconquista, los musulmanes no cesaron en su empeño por conquistar tierras cristianas. Después de conquistar los últimos vestigios del Imperio Romano en Oriente, a mediados del siglo XV, los turcos estaban decididos a continuar su expansión. La Liga Santa, al mando de Don Juan de Austria, se preparó para; “la más alta ocasión que vieron los siglos” como Cervantes definiera a la batalla de Lepanto. El arzobispo de México consiente de la importancia de la empresa y de los milagros atribuidos a la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, en la Nueva España, envió una copia de la imagen, tocada con la original que fue colocada, con gran reverencia, en el buque insignia de la flota. Mientras tanto, toda la cristiandad, dirigida por el ejemplo del Papa Pio V, no cesaba de rezar el rosario, día tras día. El 7 de octubre de 1571 la Santa Liga ganaba la batalla más difícil y decisiva para la cristiandad; gracias al Santo Rosario y a la protección de la Virgen de Guadalupe, quien uniera definitivamente bajo la Cruz, el viejo y el nuevo mundo.

Desafortunadamente, nuestra otrora grande civilización cristiana se está sumiendo en las tinieblas de una idolatría que, aunque más sofisticada, es aún más destructiva, pues lleva la marca de la soberbia y la impiedad de quien, habiendo conocido la verdad, la ha rechazado. Esto turba, asusta, aflige y hasta angustia nuestro corazón que está creado para la luz y la verdad. No caigamos en el desánimo ni abandonemos la lucha por restaurar todo en Cristo. No estamos solos, recordemos las palabras de la Virgen a Juan Diego: “¿Acaso no estoy aquí yo que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”

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