El hombre de la barba

Nuestra sociedad está siendo debilitada por un excesivo bienestar que, al tiempo que otorga innumerables distracciones y placeres superficiales, niega al hombre, las más caras y trascendentes aspiraciones. Por ello, nuestra sociedad detesta a los héroes, mucho más a los santos y elimina y borra de plazas y calles, de muchas partes del mundo, a sus mejores hombres. A esos caballeros de lanza en ristre que se adentraron en la senda angosta y difícil para combatir el mal y defender lo que es bueno y justo. Y si a los héroes los hemos enlodado y calumniado, a los santos que, tan alta vida esperan pues viven para Dios y están crucificados con Cristo; los hemos olvidado.

Mas, no conformes con ignorar a los grandes santos, hemos transformado, a algunos de ellos en abanderados del pacifismo, ecumenismo, ecologismo y hasta de la bonachonería. Entre estos últimos, destaca San Nicolás de Bari, cuya excelsa figura ha sido secuestrada y trocada en la silueta gordinflona y perezosa de un Santa Clos que hace realidad los sueños materialistas, toma coca cola a todas horas (lo cual explica su gordura) y hasta es objeto y cómplice de situaciones vulgares y ordinarias; muy alejadas, de la vida de San Nicolas de Bari, cuyos aspectos extraordinarios, vale la pena recordar.

Nuestro santo nació a finales del siglo III, en la región de Licia, actual Turquía. Desde muy pequeño, dio muestras de grandes virtudes entre las que destacó su gran caridad, su piedad, su humildad y una prudencia excepcional. Al perder a sus padres (tan acaudalados como píos) siendo muy joven, se reafirmó en su devoción a Dios y en su caridad para con el prójimo. Cuando supo que un caballero empobrecido, tenía pensado abandonar a sus tres hijas a una vida de pecado debido a que carecía del dinero para su dote decidió a fin de no ser conocido, esperar a la oscuridad de la noche para arrojar una bolsa de oro por la ventana de la alcoba del padre que dormía plácidamente. Al día siguiente el padre, al encontrar el oro, decidió utilizar la considerable suma como dote para su hija mayor, confiando en que la Providencia proveería los medios para casar a las otras dos. Su esperanza fue recompensada pues Nicolás, de igual manera, le proporcionó una cantidad igual para su segunda hija y posteriormente otra igual, para la tercera.

Poco después Nicolás es ordenado sacerdote y aunque buscó una vida de retiro en un monasterio, la Providencia tenía otros planes. Al morir el obispo de Mira, la asamblea electiva tuvo grandes dificultades en elegir al siguiente obispo, por lo que decidieron nombrar obispo al primer sacerdote que entrase al templo. Dios quiso que fuese Nicolás, quien después de su investidura siguió con su vida de pobreza y penitencia buscando siempre, con gran celo, remediar los males de sus feligreses, tanto de alma como de cuerpo. Al grado que Dios obró por su intercesión numerosos milagros. Entre los cuales destaca la resurrección de tres niños que habían sido cruelmente degollados y cuyos cuerpos habían sido encerrados en un barril.

San Nicolás fue preso y torturado bajo el emperador Licinio, cuya cruel persecución contra los cristianos finalizó con el triunfo del emperador Constantino. Uno de los episodios más emblemáticos de la vida del santo fue su participación en el Concilio de Nicea donde resplandeció como uno de los más ardientes defensores de la divinidad de Cristo. Narra la tradición que Arrio de Egipto se encontraba defendiendo enérgicamente la herejía, por él promovida y ampliamente difundida, que niega la divinidad de Jesucristo. La gran mayoría de los obispos, dando muestras de una “modernísima tolerancia” (recordemos que sólo San Atanasio y San Nicolás se opusieron fieramente a la herejía arriana) lo escuchaban atentamente sin osar interrumpirlo. De repente Nicolás, movido por el amor a Cristo y a la recta doctrina se levantó indignado, y de un salto, cruzó la habitación abofeteando, ante la sorpresa de todos los presentes, al hereje Arrio.

Esta muestra de santa ira no hizo mucha gracia a los tibios obispos por lo que decidieron castigar el arrebato de Nicolás encerrándolo en la cárcel. Además, le quitaron las escrituras y lo despojaron de sus ropas de obispo. Cuenta la tradición que esa noche, el santo fue visitado en su celda por Jesucristo, quien le preguntó: ¿Por qué estás aquí? A lo que él respondió: ¡Por amarte tanto! Entonces, Jesús le entregó las Escrituras y la Santísima Virgen lo revistió nuevamente con sus paramentos. Al día siguiente, cuando el carcelero fue a llevarle la comida, se encontró a Nicolás leyendo las Escrituras y con sus ropas de obispo. El emperador Constantino y los obispos, al ver tal prodigio, lo sacaron inmediatamente de la cárcel permitiéndole participar nuevamente en el Concilio; el cual finalmente, condena las doctrinas de Arrio y redacta el Credo Niceno-Constantinopolitano en el cual se afirma que Jesucristo es consustancial al Padre.

A pesar de que son innumerables las fuentes que narran la anterior historia, varias de ellas se muestran dudosas de su veracidad. Sin embargo, hay constancia (en dos listas, una del siglo V y otra del siglo VI) de la participación de San Nicolás en dicho Concilio. Además, fue célebre el gran celo que siempre mostró por la defensa de la fe.

Antes de su muerte, Dios como recompensa a su gran virtud y fidelidad, le dio a conocer el día y la hora en que abandonaría este mundo. Así, pudo antes de esto, despedirse de su pue¬blo y retirarse, como siempre había sido su deseo, a un monasterio, donde después de una corta enfermedad y de recibir los últimos sacramentos, entregó su espíritu al Padre el día 6 de diciembre.

San Nicolás, valiente soldado de Cristo, compasivo con los humildes, misericordioso con los pecadores arrepentidos, más temible para con los enemigos de la iglesia, contra los idolatras y herejes nos recuerda lo que la iglesia siempre ha enseñado; que la salvación de las almas es la misión más importante de la iglesia y por lo tanto de todos los que formamos parte de ella.

Desafortunadamente, nuestra sociedad actualmente enmascara con un exceso de sentimentalismo la dureza de un corazón que, al tiempo que evita toda ofensa al mundo, tolera todo tipo de ofensa a Dios. A ello, se suma la tibieza que actualmente nos caracteriza a la mayoría de los católicos y el error, tan extendido aún por varios pastores, que afirma que todas las religiones son agradables a Dios y todas llevan al cielo; olvidando que dicho error ofende gravemente a Dios y pone en peligro la vida eterna de innumerables almas.

Que a ejemplo de San Nicolás seamos humildes y compasivos con todos y defendamos siempre, con mucho celo y gran caridad, a Cristo y a Su iglesia; de tal manera, que cuando Dios nos pida razón de nuestros actos, podamos, como San Nicolas responder: “Porque te amo Señor, porque te amo.”

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