Personas en soledad

Desiertos vivos

Leí la historia hace mucho, al parecer en una antología de cuentos, pero no estoy muy seguro. ¿O fue, más bien, que alguien me la contó? Quién sabe. ¡Después de cierta edad hay que desconfiar de la memoria! Bien, el caso es que hubo una vez –aunque no recuerdo dónde, ni cuándo- una secretaria pobre y sola; durante más de quince años no había hecho otra cosa que organizar agendas, ordenar archivos y enviar por correo comunicados urgentes. Sus padres habían muerto hacía mucho tiempo y, a lo que parece, no tenía hermanos, abuelos, ni tíos. Para hacer frente a las dificultades de la vida no contaba, pues, más que con el apoyo que pudiera ella brindarse a sí misma.


 


En su casa –se trataba más bien de un departamento minúsculo y sombrío- el teléfono no sonaba nunca, y cuando lo hacía era sólo para escuchar al otro lado del hilo un «perdone usted, número equivocado» que la hacía sentirse más desamparada todavía. Esto por lo que hace al teléfono. Sin embargo, tampoco recibía cartas, y cuando por casualidad llegaba una a su buzón traída por no sé qué vientos extraños era sólo para hacerle saber que cierta empresa de electrodomésticos estaba interesadísima en contarla entre sus clientes habituales. Jamás un café con sus amigas, una escapada al cine, una declaración de afecto.

El día de su cumpleaños número cuarenta, cansada ya de tanta soledad, nuestra secretaria se puso a pensar en voz alta y dijo: 

-Muy bien, puesto que no existo para nadie, de ahora en adelante existiré para mí; si nadie me felicita, yo misma me felicitaré; si nadie se toma el trabajo de enviarme tan siquiera un ramo de flores, yo misma me lo enviaré. 

Así pues, tomó una pluma, escribió un cariñoso mensaje en una tarjeta previamente rociada con el perfume que tanto le gustaba y se encaminó con paso firme a una florería no muy lejana del departamento en que vivía. Dijo al dependiente: 

-Necesito que envíe un ramo de rosas a la persona cuya dirección viene escrita en este sobre que le entrego a usted. Le suplico que lo haga llegar esta misma tarde entre las cinco y las seis.

Compró un pastel, una botella de vino espumoso o algo por el estilo y regresó a su casa a esperar con impaciencia el ramo de rosas. Las manos le sudaban de la emoción: estaba la pobre que no se lo creía. ¡Por fin alguien iba a tocar a su puerta buscándola sólo a ella! Pero dieron las cuatro, las cinco, las seis, las siete y el ramo no llegaba. Cuando dieron las ocho, nuestra secretaria empezó a abrigar la ligera sospecha que no llegaría. Y, en efecto, no llegó: por un error en la lectura de la dirección, el mozo de la florería había entregado las rosas a la muchacha de la casa de a lado. Y colorín colorado, el cuento se ha acabado… 

¡Ni siquiera valiéndose de aquella estratagema nuestra secretaria había tenido suerte! ¿Es que no iba a encontrar en este mundo poblado por seis mil millones de personas un corazón que latiera para ella, un ser que le hablara con cariño y le escribiese algo, lo que fuera, en una de esas tarjetas cursis de cumpleaños? Pero no: hay gente en este mundo que no tendrá nunca esta suerte…

En un cuento bellísimo de Ana María Matute titulado Vida nueva aparece un hombre, don Emiliano Ruiz, que a menudo recibe cartas en las que lee mensajes como éste: «No estás solo, querido amigo, aunque todos han muerto. Felicidades». ¿Quién se las envía, y desde dónde? No es difícil adivinarlo: se las manda él mismo, pues nadie más en este ancho universo se animaría a hacer por él algo semejante. Don Emiliano Ruiz es un hombre solo. Y luego enseña las cartas a un amigo de su edad y le dice: «Mira, a mí sí me escriben». ¡Pobre don Emiliano! Si todos supieran… 

A veces pienso que un día se nos pedirá cuenta de estas soledades anónimas, de estos desiertos vivos que nunca nos atrevimos a visitar o recorrer. Preguntaremos entonces a aquel que nos interrogará: «¡Pero, cómo!, ¿estabas solo y no fuimos a verte, esperabas una llamada y nunca te la hicimos? Toma en cuenta, Señor, que tú viviste, hace dos mil años, en un pueblo minúsculo, y que en un pueblo, por grande que sea, todos se conocen. Nosotros, en cambio, vivimos en ciudades, y en ellas nadie conoce a nadie… Los tiempos que nos tocó vivir son pues muy diferentes a los tuyos. ¿Cómo pretendes entonces que…?».

Es verdad, los tiempos han cambiado, pero la soledad es la misma. Y a nosotros, que caminamos por la calle con la seguridad soberana de saber que alguien nos espera en casa, se nos preguntará por aquellos a quienes nadie esperaba. 

«¡Cuántas iglesias, cuánta soledad!», exclamó con tristeza Albert Camus en una conferencia impartida cuatro días después de haber recibido el Premio Nobel de literatura (Universidad de Upsala, 14 de diciembre de 1957). Pero me parece que fue injusto inculpando sólo a las iglesias. En realidad, creyentes o no, todos somos responsables de estas soledades por las que nadie pregunta y por las que luego, en el Juicio, se nos interrogará.

¡Ah, el crimen de no poder querer a los que esperan de nosotros un poco de cariño! ¿Hay asesinato más violento que éste? Se mata a los demás cuando no podemos amarlos en la medida en que ellos quisieran; cuando, por las razones que sean, no podemos corresponder a su amor; cuando, en fin, podemos perfectamente vivir sin ellos… Y, sin embargo, tales crímenes no son nunca perseguidos por la policía, ni juzgados en nuestros tribunales demasiado humanos que cuelan el mosquito y se tragan el camello. ¿Por lo menos los castigará Dios? Eso es lo que asegura el evangelio: «Entonces dirá el Rey a los de la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque tuve hambre y no me disteis de comer; sed, y no me disteis de beber; era extranjero y no me recibisteis; estuve desnudo y no me diste nada qué ponerme; estuve enfermo y encarcelado y nunca me visitasteis”» (Mateo 25, 41-43).

 

 

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