Del imperio ruso

“Todos los dictadores, independientemente de la época y del país, tienen un rasgo en común: lo saben todo y son expertos en todo”.



Para no caer en la súbita especialización tan dada hoy en día cada que hay un tema complejo, siempre hay que recurrir a los clásicos. Más allá de los gestos heroicos de los ucranianos que conmueven y nos regresan a esa parte humana que en ocasiones tenemos bien escondida, hay algo que podemos tratar de entender y es la manera rusa de ver y de verse a sí mismos.

Quizás uno de los libros más ilustrativos sobre el fin de la era soviética es El imperio, de Ryzard Kapuscinski (ed. Anagrama), por la manera en que sus grandes reportajes nos llevan a esa era. A continuación, unos subrayados y la sugerencia de que lo lean.

“Esta última idea ya la adelantó en el siglo 16 un monje sabio y visionario de Pskov, Filoteo. ‘Ya cayeron dos Romas (la de San Pedro y Bizancio) –escribía en una carta al príncipe moscovita de entonces, Basilio III–. La Tercera Roma (Moscú) sigue en pie. Y no habrá una cuarta’, aseguraba categóricamente”.

“Todos los dictadores, independientemente de la época y del país, tienen un rasgo en común: lo saben todo y son expertos en todo. Pensamientos de Juan Perón, pensamientos del presidente Mao, pensamientos de Gadafi y de Ceausescu, de Idi Amín y de Alfredo Stroessner, no hay fin a esas profundidades y sabidurías. Stalin era experto en historia, economía, poesía y lingüística. Más tarde resultó que también entendía de arquitectura”.

“La mente del demócrata occidental se mueve con soltura entre los problemas del mundo contemporáneo, piensa en cómo vivir para sentirse cómodo y ser feliz, en cómo conseguir que la técnica moderna sirva al hombre lo mejor posible y en qué hacer para que cada uno de nosotros cree cada vez más bienes materiales y valores espirituales. Todos estos asuntos quedan fuera del campo de visión del demócrata moscovita, a quien le interesa una sola cosa: cómo combatir el comunismo. Es el tema que puede discutir con pasión y energía durante horas, con el que puede hilvanar proyectos, presentar propuestas y planes, inconsciente de que, en el momento en que lo hace, él mismo, por segunda vez, vuelve a ser víctima del comunismo: la primera, preso del sistema, lo fue por la fuerza, ahora, por el contrario, desde que se ha dejado apresar por la problemática del comunismo, lo es por elección propia. Ésta es la satánica naturaleza del mal: que sin nuestro conocimiento ni consentimiento, el mal puede cegarnos y meternos en cintura”.

El escritor ruso Yuri Bórev comparó la historia de la URSS con un tren en marcha: “El tren se dirige hacia un futuro luminoso. Lo conduce Lenin. De pronto: stop, se han acabado las vías. Lenin apela a la gente pidiendo que trabaje horas extras los sábados; se colocan más vías y el tren puede continuar el viaje. Después se pone a conducirlo Stalin. Y también se acaban las vías. Stalin manda fusilar a la mitad de los revisores y de los pasajeros, y obliga a los demás a colocar vías nuevas. El tren se pone en marcha. Jruschov sustituye a Stalin, y cuando se acaban las vías ordena desmontar las que el tren ha dejado atrás y colocarlas delante de la locomotora. Jruschov es sustituido por Brézhnev. Cuando vuelven a acabarse las vías, Brézhnev dispone que se corran las cortinas de las ventanillas y que se balanceen los vagones de tal manera que los pasajeros crean que el tren continúa en marcha” (Y. Bórev, Staliniada).

“Un ambiente de pasiva expectación reina entre la sociedad, que se ha vuelto apática y apolítica. Salen victoriosas las fuerzas que abogan por la consolidación del poder (sobre todo el central) y por un Estado grande y poderoso. Se ha creado un clima favorable al fortalecimiento de los métodos autoritarios de ejercer el poder, un clima favorable a cualquier forma de dictadura”.

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