La alianza opositora parece vivir días inciertos. Nada dice lo contrario. El miércoles pasado, en estas páginas, Enrique Quintana apuntaba la posibilidad de que ese proyecto opositor estuviera en la ruta del suicidio. Quintana parte de la idea de que, si el PAN y PRI votan junto con Morena las modificaciones al Tribunal Electoral, carecerían de autoridad para presentarse ante los electores como una opción diferente al partido gobiernista, y apunta a que, posiblemente, a las dirigencias partidistas les interesan más sus puestos burocráticos que “contender competitivamente por la Presidencia de la República”. Ambas cosas son ciertas. Aunque, desde mi punto de vista, las reformas pretendidas al tribunal no son del interés de la ciudadanía, como sí fue el tema del INE. Si alguien cree que la ciudadanía se arremolinará en torno a la defensa del Tribunal Electoral, puede esperar sentado. En el caso de los puestos burocráticos, como señaló Quintana, sí es claro que en muchos casos las burocracias partidistas tienen más incentivos para perder que para ganar. Ganar implica la responsabilidad de gobernar, lo que resulta una carga para el partido en el gobierno, y aunque también ofrece el atractivo de un sinnúmero de puestos, también lo es que eso significa tener un jefe: presidente, gobernador o presidente municipal, y eso a casi nadie le gusta.
Pero me parece que la supuesta alianza opositora enfrenta otros retos. La situación en el PRI, volátil y en pleito constante, no augura nada bueno. Los precandidatos priistas, mujeres y hombres, están abiertamente a favor de la alianza –es la única manera que tienen de competir medianamente bien–, pero no creo que esa sea la posición del señor Alito y su grupo que controlan la dirección del partido. A ellos, más que la alianza –que muy seguramente signifique para muchos de ellos ir como segundos del PAN–, les importaría ganar más puestos de poder para negociar con el gobierno entrante, sea del partido que sea, y manejarse como partido bisagra que vende caro su amor. El problema es que ir o no a la alianza lo decidirá el grupo del señor Alito y no el grupo de suspirantes.
En el PAN falta que decidan cómo van a elegir a sus candidatos. Aquí cabría subrayar que muy probablemente se trate de candidatas en las dos posiciones de alta relevancia que estarán en juego: la Presidencia y la CDMX. En ambas destacan en el albiazul Lilly Téllez y Xóchitl Gálvez. Ninguna de las dos es militante del PAN y a los panistas les gusta exigir certificados de panismo radical con el que no cuentan ninguna de las dos. Por otro lado, bajarlas de la contienda por esa razón también suena a suicidio, y eso antes de llegar a la alianza. El PAN necesita escoger adecuadamente a su candidat@, no equivocarse para llegar con fuerza al supuesto bloque opositor. Suena complicado.
También está la autodenominada sociedad civil que podemos situar en los grupos convocantes a las exitosas marchas de noviembre y febrero. Estas agrupaciones detestan a los partidos –lo cual se entiende– y quieren imponerles método de selección, plataforma política y, si se puede, hasta candidatos. Una especie de supercomité de selección de todos los partidos en el que participan personas que, según ellos, no han sido manchados por las miserias partidistas. Suena bien, pero funciona mal. Los partidos, aun estos que tenemos, no tienen por qué renunciar a lo que es su obligación legal de presentar su plataforma y sus candidatos. Pueden ser generosos y prácticos aunando otras causas y personas, pero finalmente ellos son los que dan la cara. Además, es obvio que solamente se puede votar por quien propongan los partidos.
Todo esto sin tomar en cuenta otros factores, como el grupo conocido como Señores, compuesto por empresarios y comentócratas que quieren decidir a quién apoya con ideas y dinero para que encabece su proyecto y, por lo tanto, andan a la búsqueda de un gerente, no de un presidente.
Como se puede ver, el asunto está lleno de complejidades, por lo que sí, como dice Quintana, el suicidio aliancista está entre las opciones.
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