El robo y comercio ilegal de combustibles, principalmente gasolina, diésel y gas LP, delito al que se le bautizó como huachicol, comenzó a tomar forma como fenómeno nacional a inicios de los años 2000, cuando Petróleos Mexicanos(Pemex) empezó a detectar un aumento inusual de perforaciones clandestinas en sus ductos; sin embargo, fue entre 2010 y 2012 cuando el problema se convirtió en un delito de alto impacto ligado a redes criminales que profesionalizaron la extracción, transporte y venta del combustible robado, transformando lo que antes eran fugas aisladas en una industria paralela que movía millones de litros cada año.
En diciembre de 2018, el robo de combustible era un problema visible: ductos perforados, pipas clandestinas y estaciones que servían gasolina de procedencia ilícita alimentaban una industria criminal que perforaba las finanzas públicas. VArios años después, las formas y los focos han evolucionado pues ya no sólo se trata de tomas masivas en ductos, sino de redes logísticas más complejas en las que están involucrados trenes, barcos, estaciones y mercados informales y de una aparente mezcla de represión y normalización que pone en duda si el Estado ha podido realmente doblegar el fenómeno.
La radiografía histórica muestra tres etapas. Bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto el huachicol creció hasta convertirse en un crimen sistémico que minaba a Pemex y generaba violencia en regiones clave. Las tomas clandestinas se multiplicaron, así como la colusión de actores locales con organizaciones criminales. A partir de finales de 2018, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador lanzó un plan para “acabar con el huachicol” con intervención militar en ductos, clausura y control de terminales y la remoción de funcionarios implicados. La política consiguió una caída rápida en las extracciones por ducto, pero al mismo tiempo provocó desabasto y una reconversión de las redes ilícitas hacia modalidades distintas.
Lo que vino después fue menos lineal. Entre 2019 y 2021 hubo meses de aparente éxito en el programa gubernamental al lograrse menor sustracción directa de ductos, pero desde 2021 especialistas del sector notaron una recomposición: el robo migró del ducto a medios móviles, como camiones, trenes y embarcaciones, además de crecer el mercado gris de combustibles y gas LP. En 2023 y 2024 se detectaron repuntes importantes en tomas clandestinas y pérdidas crecientes, especialmente por el robo de gas LP en estados como Puebla. Las cifras acumuladas de esos años muestran que, lejos de desaparecer, el huachicol se transformó en un delito con nuevas rutas y operadores.
Los números corporativos de Pemex registran variaciones anuales significativas, pero confirman que el robo persiste con miles de barriles diarios sustraídos, además de pérdidas económicas que cada año ascienden a miles de millones de pesos. En 2025 la tendencia volvió a encender alertas, con reportes de pérdidas superiores a las del año anterior y una expansión territorial del delito que se refleja en más intervenciones de seguridad y más decomisos.
Al mismo tiempo, análisis de organizaciones y consultoras estiman que el volumen de combustibles que circula de forma irregular es mucho mayor al reconocido oficialmente, lo que implica una afectación fiscal considerable por contrabando y evasión tributaria. Esta brecha entre cifras oficiales y estimaciones independientes dificulta dimensionar con precisión la magnitud real del problema.
En 2025 las autoridades “cacarearon” operativos relevantes con decomisos de cientos de miles de litros y detenciones de células dedicadas al tráfico de hidrocarburos. Aunque estas acciones muestran capacidad operativa, también revelan la magnitud del mercado ilícito: por cada red desarticulada, surgen nuevas estructuras que ajustan rutas, diversifican productos o se mezclan con mercados legales y semiformales.
A pesar de la insistencia oficial en que se mantiene el control del fenómeno, la evidencia indica que el huachicol no está derrotado. El delito se expandió más allá de los ductos, adaptándose a vigilancia militar y a mayores controles en terminales. Hoy opera en carreteras, patios ferroviarios, gaseras y puntos de venta informales, con redes que combinan logística criminal, corrupción local y una demanda persistente de combustibles baratos.
Frente a esta realidad, México encara un desafío que no es sólo de seguridad, también es económico y fiscal. Para contener el avance del huachicol se requiere una estrategia más profunda que combine inteligencia financiera, controles fiscales, vigilancia tecnológica, desarticulación de redes comerciales y medidas preventivas en comunidades donde el delito se ha normalizado como forma de ingreso.
El huachicol dejó de ser únicamente un crimen de tomas clandestinas para convertirse en un sistema económico paralelo. Hoy, mientras el gobierno sostiene que continúa combatiéndolo, los datos muestran un fenómeno reconfigurado que exige nuevas respuestas. La pregunta es si el Estado logrará adelantarse a una industria ilegal que, hasta ahora, ha demostrado reinventarse más rápido que la política pública.
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