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La escena del pasado 15 de noviembre en el Zócalo capitalino fue el retrato más nítido de un país que dejó de aguantar en silencio. Miles de jóvenes, muchos de ellos nacidos después del año 2000, llenaron la plaza frente al Palacio Nacional para protestar contra la violencia y la corrupción. La marcha, convocada por colectivos que se definen como apartidistas, terminó en choques con la policía: más de 120 heridos, al menos 100 agentes lesionados —40 hospitalizados— y una veintena de detenidos, según los reportes oficiales.

No fue un estallido aislado. Hubo marchas espejo en ciudades como Tijuana, Culiacán o San Miguel de Allende, articuladas por un pliego de 12 puntos que se resume en una consigna clara: “No somos de ningún partido, somos por México”. Una generación que creció entre alertas de balaceras, noticias de alcaldes asesinados —como el de Uruapan, Carlos Alberto Manzo, ultimado el 1 de noviembre— y un discurso oficial que presume índices delictivos a la baja, decidió ocupar la calle para decir que la realidad que vive no cabe en las cifras del gobierno.

Al mismo tiempo, desde un lugar muy distinto, la Conferencia del Episcopado Mexicano puso palabras similares sobre la mesa. Tras su CXIX Asamblea Plenaria, los obispos publicaron un mensaje que no elude diagnósticos incómodos: hablan de asesinatos, desapariciones y extorsiones al alza; cuestionan la narrativa triunfalista sobre justicia y seguridad; y añaden un dato que pone rostro económico a la crisis: hay familias que ya no pueden llenar la canasta básica, por más que se insista en que “la economía va bien”. No es una nota de color pastoral, es una enmienda a la forma en que el poder mide el dolor social.

Si se observa el telón de fondo, el malestar no sorprende. La economía mexicana registró una contracción de 0.3% en el tercer trimestre de 2025, la primera caída anual desde 2021, arrastrada por una industria que se desplomó entre 1.5% y casi 3% según las estimaciones.El dato llegó después de años de crecimiento mediocre y con una inflación que ha erosionado sistemáticamente el poder de compra. Mientras tanto, la agenda global advierte que el mundo entero se mueve en una zona de bajo crecimiento e incertidumbre prolongada; los organismos internacionales hablan de una década con el avance económico más débil desde los años sesenta.

En ese contexto, no es menor que los obispos mexicanos hayan titulado su mensaje “Memoria y Profecía”, enlazando la crisis actual con una historia donde el abuso del poder estatal ya tuvo consecuencias dramáticas. Recordar a los mártires de la Guerra Cristera no es un gesto nostálgico, sino un aviso sobre los riesgos de cualquier proyecto político que pretenda controlar conciencias y silenciar discrepancias. El subtexto es claro: si hoy la tentación es minimizar la violencia, descalificar la crítica o manipular datos, el país se encamina a un callejón que ya conoce.

Lo que resulta sugestivo de este momento es la coincidencia de diagnósticos entre actores que rara vez se leen en la misma página. La “Generación Z” mexicana pone el acento en el miedo cotidiano a la extorsión, a los levantones, a un futuro atrapado entre el narco y la precariedad. Los obispos, desde otro lenguaje, denuncian la misma trama de violencia e impunidad, pero suman la fractura de las familias, la intemperie de los pobres y el riesgo de que el enojo termine canalizado por salidas autoritarias. Ambos, sin embargo, señalan hacia el mismo punto ciego: un Estado que no está cumpliendo su promesa básica de proteger la vida y la libertad de las personas.

Mientras México se mira al espejo, en la COP30 el Papa León XIV le recuerda al mundo que “somos guardianes de la creación, no rivales por sus despojos” y llama a pasar de los discursos a las decisiones concretas para enfrentar la crisis climática. Aunque parezca un tema distante del Zócalo en llamas, el vínculo es profundo: un modelo de desarrollo que normaliza la devastación ambiental y la desigualdad termina incubando violencia, migración forzada y estados capturados por el crimen. La protesta juvenil y la voz eclesial, cada una a su modo, están diciendo que el país no puede seguir construyéndose sobre esa base.

México necesita algo más que cambios cosméticos en los desfiles o nuevas vallas frente al Palacio Nacional. Necesita que la indignación de los jóvenes no sea criminalizada ni cooptada, sino escuchada y traducida en políticas públicas verificables: una estrategia de seguridad que recupere territorios sin pactar con la impunidad, una economía capaz de generar trabajos dignos para quien hoy sólo ve opciones en la informalidad o el crimen, una política social que no se limite a transferencias, sino que fortalezca instituciones y comunidades.

También requiere que la Iglesia, la academia, las empresas y la sociedad civil se tomen en serio su propia responsabilidad. El llamado de la CEM a un “compromiso renovado” no puede quedarse en homilías emotivas; implica revisar complicidades, señalar con nombre y apellido las redes de corrupción y apostar por proyectos concretos de reconstrucción del tejido social. Del otro lado, los jóvenes que hoy marchan con banderas de anime y consignas incendiarias tendrán que convertir su rabia en organización sostenida, en vigilancia ciudadana, en participación política que no renuncie a los principios cuando llegue a las urnas o a los cargos públicos.

La coincidencia entre el grito de la calle y la voz del púlpito abre una ventana rara y valiosa. Si se desperdicia en una guerra de narrativas —jóvenes “manipulados”, obispos “opositores”, periodistas “enemigos”— México seguirá administrando su tragedia con comunicados, estadísticas y ceremonias. Si se aprovecha, podría ser el inicio de algo más difícil pero más fecundo: un pacto nuevo donde la seguridad deje de ser promesa de campaña para convertirse en obligación verificable, y donde el poder entienda que el país no es botín a conquistar, sino casa común por cuidar. En esa encrucijada estamos. Y esta vez, no sólo la historia, también una generación entera está mirando.

 

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