La historia reciente del liderazgo femenino en la Iglesia Católica no puede comprenderse sin volver los ojos a uno de sus protagonistas clave: San Juan Pablo II. Su largo pontificado (1978–2005) marcó un parteaguas en el reconocimiento eclesial de la mujer, conjugando una profunda exaltación de su dignidad con una reafirmación firme de los límites doctrinales respecto al sacerdocio. Su legado dejó huella indeleble: por un lado, alentó la participación activa de las mujeres en múltiples ámbitos eclesiales; por otro, cerró definitivamente la puerta a su ordenación ministerial.
“Mulieris Dignitatem” y el genio femenino
Fue en 1988 cuando el Papa polaco sorprendió al mundo con su carta apostólica Mulieris Dignitatem, un documento clave para comprender su visión. Allí afirmaba: “la mujer está llamada a formar parte de la estructura viva y operante del Cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia todas sus virtualidades”. Este texto, base teológica del llamado “genio femenino”, ensalzaba la igual dignidad de hombres y mujeres, presentando a la Virgen María como modelo de santidad y servicio.
La idea del “genio femenino” se convirtió en un eje de su magisterio: una forma única y específica de ser en el mundo, centrada en la sensibilidad, la capacidad relacional y la entrega amorosa, con implicaciones tanto en la familia como en la vida de la Iglesia. Pero este enfoque también implicaba una comprensión complementaria de los sexos, en la que la igualdad de dignidad no suponía igualdad funcional en los ministerios ordenados.
Un límite doctrinal irrevocable
El momento más definitorio de este enfoque llegó en 1994 con la publicación de Ordinatio Sacerdotalis. En este breve pero contundente documento, Juan Pablo II afirmó que “la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres”, y que esta doctrina “debe ser considerada como definitiva por todos los fieles”. El Papa cerraba así el debate sobre mujeres sacerdotes, apelando a la voluntad de Cristo y la tradición apostólica, y marcando esta enseñanza como parte del magisterio infalible ordinario.
Esta posición, aunque polémica para algunos sectores, fue defendida con convicción por el pontífice: “No se trata de discriminación, sino de fidelidad al designio divino”, argumentó. Con ello, mantenía la puerta cerrada al sacerdocio femenino, pero insistía en que eso no restaba valor a la vocación y misión de las mujeres en la Iglesia.
Puestos inéditos y gestos de apertura
A pesar de estos límites, Juan Pablo II abrió caminos inéditos para la participación femenina en la vida eclesial. En 1994, la Santa Sede autorizó que niñas y mujeres pudieran ser acólitas en la liturgia, rompiendo una tradición exclusivamente masculina en el altar. Un año después, en ocasión de la Conferencia de Beijing, el Papa dirigió una Carta a las Mujeres en la que pidió perdón por las ofensas históricas de la Iglesia hacia ellas y agradeció su testimonio en todos los ámbitos.
En 2004, nombró a la religiosa Enrica Rosanna como subsecretaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, el cargo más alto alcanzado por una mujer en la estructura vaticana hasta entonces. Además, fue bajo su pontificado que se nombraron nuevas doctoras de la Iglesia: en 1997, Santa Teresita del Niño Jesús se unía al selecto grupo formado antes por Santa Teresa de Ávila y Santa Catalina de Siena.
Participación sin ordenación: una visión mariana
Juan Pablo II promovió también la inclusión de mujeres como auditoras en sínodos, y apoyó su formación teológica y participación en consejos pastorales. Sin embargo, su visión eclesial, fuertemente influida por una teología mariana, veía a María –y no a los apóstoles varones– como el paradigma de la fidelidad y servicio eclesial, y como modelo de liderazgo espiritual no ministerial. En esa línea, afirmaba que la grandeza de la mujer no se mide por su acceso a la jerarquía, sino por su capacidad de amar y servir.
La hermana María Dolores Tapia, teóloga mexicana, recuerda: “Para nosotras fue un gran paso ver cómo se nos reconocía con voz propia en los sínodos. Yo misma fui auditora en 1994 y sentí que por fin nuestra experiencia tenía lugar. Aunque sabíamos que no habría ordenación, valorábamos mucho el respeto que el Papa mostraba a nuestra vocación”. Su testimonio, como el de muchas otras religiosas, confirma que el pontificado de Juan Pablo II supuso una apertura real, aunque contenida.
El pontificado de Juan Pablo II marcó un momento de profundo reconocimiento del valor de la mujer en la Iglesia, al tiempo que estableció límites claros en lo doctrinal. Su herencia es compleja pero clara: defendió la igualdad de dignidad entre varón y mujer, promovió su participación activa en todos los niveles no ministeriales de la Iglesia, y dejó un legado de gratitud hacia su misión. Sin embargo, también cerró la posibilidad del sacerdocio femenino de forma definitiva, estableciendo un marco que aún hoy continúa siendo punto de debate y reflexión.
Como expresó en su Carta a las Mujeres: “Gracias a ti, mujer, por el hecho mismo de ser mujer”. Esa gratitud resonó como una de las voces más altas del siglo XX en el seno de la Iglesia.
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