La implacable lógica del odio. 1.ª de 2 partes.

El desaire de Andrés Manuel López Obrador ante el fallecimiento de Martha Érika Alonso mostró un lado todavía más profundo y preocupante del presidente su afán de dividir a la sociedad cuando las cosas pintan mal para él.


Odio AMLO


Ya de regreso de las fiestas propias de estas fechas, ¡Feliz Año 2019!, decido abordar un tema que, aparentemente lejano en el tiempo –ni tanto, ocurrió el pasado 26 de diciembre–, me parece de importancia crucial por su particular relevancia para la salud espiritual de la República; me refiero al desaire de Andrés Manuel López Obrador en los funerales de Martha Érika Alonso, gobernadora de Puebla, y de su esposo, Rafael Moreno Valle, senador por aquella entidad. ¿La “razón” del primer mandatario para su ausencia? La nebulosa presencia de ciudadanos mezquinos, provocadores, conservadores y neofascistas.

Esa actitud es muy grave; más de lo que un análisis ligero o apresurado pueda sugerir. Detrás de las palabras de AMLO se encuentran el prejuicio, la calumnia, la amenaza y quizá, sólo quizá, una convocatoria con tintes de condena.

Me explico: en primer lugar, suponiendo que el presidente no haya hablado a lo idiota (aunque luego de escucharlo dos o tres veces resulta difícil creerlo), lo cierto es que uno debe tomarse con seriedad sus dichos –después de todo es el Presidente–; y en segundo, porque después de proferirlas no sólo no se disculpó, sino que las reiteró al día siguiente, cuando afirmó: “No debí usar la palabra ‘mezquinos’, debí haber dicho ‘canallas’: AMLO.

Pues bien, de acuerdo a las palabras del señor presidente de la República, más allá de ociosos alardes semánticos, en ese asunto del sospechoso accidente de Puebla, se abstuvo de asistir porque existen en México personajes mezquinos, provocadores, conservadores, neofascistas y canallas. ¡Tómala!

Eso implica, según una lógica elemental, que AMLO no se caracteriza a sí mismo de ese modo; es decir, en su modesta (e imparcial) opinión, hay una fauna singular, un grupo de mexicanos que se significan por su otredad; esos que, en la secuela de un accidente mortal, sorpresivo, devastador, terrible por necesidad –unos funerales de Estado, ni más ni menos–, se sitúan frente a su augusta y magnífica presencia enfrentándolo, confrontándolo, afrentándolo.

Esas poses extremistas están bien si no se es el presidente de la República. De los pocos lujos que no se puede dar un monarca sexenal que se tome verdaderamente en serio su papel es el de dividir al país y decir que existe, en oposición a él, una mayoría –o una minoría– fifí (como la llama de manera habitual), o para el caso, un conglomerado ínfimo (o máximo) de compatriotas que son mezquinos, provocadores, conservadores, neofascistas y canallas.

Pensarlo, ¡decirlo!, es generador de verdaderos problemas porque legitima a cualquier rufián, proamlista, que gustosa e injustificadamente se sitúe en la “esquina” de los espléndidos, los sumisos, los liberales y los neoizquierdistas esencialmente nobles, todos ellos.

Empero, como dije, el problema no es gramático ni semántico; es que, con el poder formal y de facto que tiene este señor, sus dichos son auténticas proclamas; exactamente como ocurrió hace poco más de cincuenta años cuando otro loco se creyó llamado por los dioses, poseedor de la verdad absoluta y actuó en consecuencia… ¿su nombre? Gustavo Díaz Ordaz. Se dice de él que, previo a los trágicos eventos de 1968, sus preocupaciones eran dos: la investidura, por un lado; por otro, la amenaza de: “Fuerzas oscuras, extrañas, que pretenden sembrar el desorden, la anarquía y el caos en el rompecabezas nacional.”

Continuará…

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

 

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