El siglo XXI ha traído consigo nuevos rostros de violencia: terrorismo global, guerras asimétricas, crisis humanitarias y fracturas culturales. Frente a este escenario convulso, los Papas han mantenido el estandarte de la paz como una vocación irrenunciable de la Iglesia.
Benedicto XVI (2005–2013), fiel a la línea de sus predecesores, ofreció una respuesta profundamente intelectual y espiritual: unir la fe con la razón como antídoto contra la violencia religiosa e ideológica, reafirmar el valor de los derechos humanos y proponer soluciones globales desde la justicia, el desarrollo y la verdad.
La fe razonable contra toda violencia
En su controvertido discurso de Ratisbona (2006), Benedicto XVI fue malinterpretado por algunos medios y líderes religiosos. Pero el mensaje de fondo fue inequívoco: la religión auténtica no puede estar nunca al servicio del odio o la guerra, y debe siempre estar en diálogo con la razón y el respeto a la libertad.
Durante su pontificado, rechazó con firmeza el terrorismo fundamentalista y toda forma de violencia en nombre de Dios. Afirmó con contundencia:
“La violencia es contraria a la naturaleza de Dios y a la naturaleza del alma”.
Para contrarrestar esa deriva violenta de lo religioso, convocó en 2011 una nueva Jornada interreligiosa de oración en Asís, reuniendo a líderes de todas las religiones –incluidos agnósticos y no creyentes–, en un gesto de unidad espiritual global por la paz.
Diplomacia vaticana: presencia activa en los conflictos del presente
Benedicto XVI no se encerró en el discurso. Continuó los esfuerzos diplomáticos de la Santa Sede en escenarios concretos:
- Tierra Santa: abogó incansablemente por un acuerdo entre israelíes y palestinos, defendiendo el derecho de ambos pueblos a vivir en paz y seguridad.
- Sudán del Sur: apoyó la independencia negociada del país en 2011, sin violencia, con justicia.
- Siria: desde 2012, alertó al mundo sobre las masacres, y ofreció la mediación vaticana para un diálogo nacional.
- Irak: en 2007, en plena guerra civil post-invasión, envió una carta al pueblo iraquí pidiendo unidad nacional y protección de las minorías, especialmente los cristianos perseguidos.
En todos estos frentes, la voz de Benedicto XVI fue firme y compasiva, insistiendo en que la diplomacia es el camino del Evangelio cuando la política falla.
Derechos humanos, desarrollo y paz como ejes inseparables
Uno de los momentos clave de su pontificado fue su discurso ante la ONU en 2008, con motivo del 60º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Allí afirmó:
“Los derechos humanos universales, basados en la ley natural inscrita en el corazón humano, son la clave para la paz duradera”.
No se trataba solo de desarme militar, sino de un “desarme integral”: combatir las desigualdades estructurales, la exclusión, la pobreza, el racismo, que son semillas de conflicto. Sin justicia social no puede haber paz verdadera.
Advirtió además sobre nuevas amenazas a la paz, como la crisis ecológica, y afirmó que cuidar la creación es también construir la paz entre generaciones y entre pueblos. La ecología, en su visión, no era un asunto ideológico, sino profundamente humano y cristiano.
Una doctrina de paz desde la verdad y el bien común global
En la encíclica Caritas in Veritate (2009), Benedicto XVI dio un paso audaz: sugirió la necesidad de una
“autoridad política mundial verdaderamente orientada al bien común”,
retomando así el espíritu de Pacem in Terris, pero en clave contemporánea.
Frente a conflictos emergentes como la amenaza nuclear en Irán, sostuvo que la guerra solo puede ser considerada como último recurso, y que la prevención efectiva de los conflictos exige abordar sus causas más profundas: la injusticia, la exclusión, la intolerancia.
Esta visión compleja y exigente consolidó a Benedicto XVI como uno de los pensadores más profundos de la paz en el siglo XXI, un Papa que, sin aspavientos mediáticos, ofreció una teología lúcida y una ética racional para frenar la espiral de odio global.
Benedicto XVI entendió que, en el mundo post-11 de septiembre, la paz ya no podía fundarse en equilibrios de poder, sino en la superación del fanatismo y la pobreza. Su insistencia en el vínculo entre fe y razón, entre desarrollo y paz, entre verdad y justicia, constituye uno de los aportes más sólidos de la Iglesia a la paz global en el siglo XXI.
Lejos de los reflectores espectaculares, su legado está en las ideas, las advertencias y las propuestas que todavía hoy reclaman atención en un mundo que sigue herido.
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