El papa que comienza de rodillas

Desde el inicio de su pontificado en 2013, el papa Francisco eligió la humildad como brújula. Rechazó el apartamento pontificio, usó zapatos negros, cargó su propio maletín y, sobre todo, salió de los palacios para ir al encuentro de los pequeños. Su primer sábado como pontífice no fue en los salones vaticanos, sino en la Basílica de Santa María la Mayor, donde rezó ante la Virgen Salus Populi Romani. Fue el preludio de una cultura de cercanía, marcada por gestos silenciosos y profundamente elocuentes.

Aquella visita fue un testimonio claro: antes de bendecir al mundo desde lo alto, Francisco necesitaba arrodillarse ante la Madre, en la casa de los romanos más sencillos. Ese acto, tan modesto como profundo, marcaría el tono de un papado que transformó el poder en servicio y la autoridad en compasión.

León XIV y la continuidad de una espiritualidad encarnada

El 4 de mayo de 2025, el recién elegido Papa León XIV replicó con fuerza espiritual y estilo propio aquella tradición. Viajó discretamente a Genazzano, al Santuario de la Virgen del Buen Consejo. Se trató de un gesto cargado de sentido: no fue una salida turística ni un acto de protocolo. Fue un acto de humildad, de oración y de obediencia interior. Como Francisco, también Prevost eligió comenzar desde la Virgen. Como Francisco, eligió un sábado.

Vestido con sencillez –sólo sotana blanca, esclavina y cruz de plata–, sin ornamentos, sin zapatos rojos  ni cortejo majestuoso, viajó en una furgoneta negra como copiloto, para rezar con la gente, por la gente. “Tenía muchas ganas de venir aquí en estos primeros días del nuevo ministerio que la Iglesia me ha encomendado”, dijo ante los fieles. Su presencia evocó a san Agustín, su padre espiritual, y a Francisco, su predecesor querido.

El santuario está bajo el cuidado de los agustinos desde hace más de ocho siglos, y no fue casualidad su elección: allí, León XIV renovó su confianza en María como “compañía de luz y sabiduría”, e hizo eco de las palabras de las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”.

Enseñanza con testimonio

En un mundo eclesial muchas veces acostumbrado al simbolismo grandilocuente, estos gestos íntimos enseñan sin gritar. El mensaje de León XIV no necesitó un discurso largo: al recitar el Ave María, la Salve Regina y la oración de Juan Pablo II, el Papa tejió una red de continuidad con sus antecesores y con el pueblo fiel. Al final, bendijo a los presentes y dejó una consigna: “Así como la Madre nunca abandona a sus hijos, también ustedes deben ser fieles a la Madre”.

Ese mismo día, en un segundo acto privado, se dirigió a la Basílica de Santa María la Mayor para rezar ante el icono de Salus Populi Romani, como lo hiciera Francisco innumerables veces, incluso antes de cada viaje apostólico. Allí dejó una rosa blanca sobre la tumba del Papa Francisco, un gesto silencioso de gratitud, fidelidad y promesa.

Una espiritualidad que se hace carne

León XIV no imita a Francisco, simplemente se evidencia la espiritualidad compartida, pues Francisco vivía una espiritualidad profundamente agustiniana: centrada en la interioridad, en la comunión antes que en la uniformidad, y en el amor como principio rector. León XIV lo declaró, “soy un hijo de san Agustín”, y lo que busca es una Iglesia que no hable desde arriba sino que camine con el pueblo, que escuche, que acompañe, que no tenga miedo de arrodillarse.

El lema de su episcopado, In illo uno unum (“en Aquel Uno, ser uno solo”), remite al ideal agustiniano de unidad profunda en Dios. En esa clave se entiende su gesto de peregrinación: no fue un acto mediático, sino un signo teológico. Un gesto dirigido más al cielo que a las cámaras. Así, León XIV reafirma la urgencia de una Iglesia humilde, encarnada y fraterna.

El sábado es el día de la espera, el día en que el cuerpo de Cristo está en el sepulcro y el mundo guarda silencio. Es, también, el día de María. No es casualidad que tanto Francisco como León XIV hayan escogido este día para sus primeras acciones. En el lenguaje del Evangelio, el sábado es tiempo de interioridad, de esperanza paciente y de fe sin espectáculo.

León XIV está trazando los contornos de su pontificado no con discursos grandilocuentes, sino con símbolos vividos: visitas a santuarios marianos, palabras sencillas, cruces de plata y oraciones rezadas de rodillas. Todo esto configura el inicio de un liderazgo no rupturista, pero sí profundamente reformador desde la raíz: el corazón.

El ejemplo que permanece

En un tiempo en que la Iglesia enfrenta escándalos, divisiones internas y desafíos globales, gestos como los del primer sábado de León XIV devuelven a la Iglesia su rostro más auténtico. El Papa no se presenta como un monarca, sino como un peregrino. No domina, sino que sirve. Y en eso se parece mucho al Nazareno que lavó los pies de sus discípulos.

La lección es clara: cuando el mundo clama por líderes que inspiren desde la humildad, León XIV empieza con un gesto antiguo y revolucionario a la vez: rezar con el pueblo, por el pueblo, desde los márgenes. Como Francisco. Como María. Como Jesús.

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