La violencia sexual en contextos de guerra no es un daño colateral, es un arma deliberada usada para humillar, desestabilizar y destruir. Esta práctica representa una de las formas más atroces de agresión humana. En lugar de detenerse cuando callan las armas, sus consecuencias se propagan durante años, atravesando generaciones y dejando cicatrices físicas, emocionales y sociales imposibles de ignorar.
Clasificada por el derecho internacional como crimen de guerra, crimen de lesa humanidad e incluso genocidio, la violencia sexual relacionada con los conflictos sigue ocurriendo en muchas partes del mundo bajo el silencio del miedo y el estigma. Las víctimas no solo cargan con el trauma de la agresión, sino también con la exclusión y la indiferencia de sus comunidades. En muchos casos, el dolor no termina con la violencia: empieza ahí.
Ante esta nefasta práctica, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) declaró oficialmente el 19 de junio de cada año, como la fecha para reflexionar y actuar para acabar con esta arma que tanto daña a las mujeres y a las poblaciones ya de por sí lastimadas por conflictos.
Atroces y devastadoras
Las agresiones sexuales en contextos bélicos no ocurren al margen del conflicto; son parte de su estrategia. Detrás de cada violación hay un mensaje de poder, control y dominación. Su objetivo no es solo someter a la víctima, sino destruir comunidades desde adentro, fragmentar la cohesión social y generar miedo colectivo.
Cuando estas violencias derivan en embarazos, las repercusiones se multiplican. En muchas regiones, los hijos e hijas nacidos de estas agresiones son también víctimas del rechazo social. Se les niega identidad, pertenencia y dignidad. La violencia se perpetúa en su existencia.
Las consecuencias psicológicas son profundas: estrés postraumático, depresión, ansiedad crónica y pérdida del sentido de seguridad. Pero también hay efectos materiales: la marginación social impide el acceso a servicios de salud, educación o trabajo, generando círculos de pobreza difícilmente reversibles.
El miedo a las represalias, la vergüenza y la falta de apoyo hacen que muchas víctimas nunca denuncien. Se estima que por cada violación registrada en un conflicto, hay entre 10 y 20 que quedan sin documentar. La mayoría de las personas afectadas calla. No porque quiera, sino porque el entorno no ofrece condiciones mínimas de seguridad ni justicia.
La estigmatización social suele recaer en quien sobrevive, no en quien agrede. En muchas culturas, se responsabiliza a la víctima de “haber provocado” la agresión, perpetuando un sistema de impunidad. La violencia sexual se convierte así en una doble condena: por el crimen sufrido y por la reacción del entorno.
Romper el ciclo de violencia implica mucho más que castigar a los agresores. Es necesario crear entornos seguros donde las víctimas puedan reconstruir sus vidas. La atención a la salud mental, el acompañamiento terapéutico y las redes comunitarias de apoyo son claves para superar el trauma.
Los programas educativos con enfoque de género, las reformas legales que protejan a las víctimas y la garantía de espacios libres de violencia son medidas urgentes. También lo es atender el trauma intergeneracional: lo que no se nombra ni se trata, se hereda.
Sanar no es olvidar. Es recordar con justicia, con dignidad, con verdad. Es dar voz a quienes fueron silenciados y permitir que transformen su dolor en fortaleza. Porque solo así, en memoria de quienes sufrieron y en compromiso con quienes vendrán, se puede aspirar a una paz duradera.
Te puede interesar: Remesas vitales para millones de familias mexicanas
Facebook: Yo Influyo
comentarios@yoinfluyo.com