Tortura, la herida abierta que el mundo no ha cerrado

Cada 26 de junio, el mundo alza la voz en solidaridad con quienes han sido víctimas de tortura. La fecha no es casual: en 1987, entró en vigor la Convención de la ONU contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Esta convención, suscrita hoy por 174 países, representa un compromiso global para erradicar una práctica que constituye una grave violación a los derechos humanos.

La tortura no sólo es moralmente inadmisible; es también un crimen en el derecho internacional. Su prohibición es absoluta, sin excepción alguna. Está consagrada en todos los instrumentos jurídicos internacionales, y su cumplimiento es obligatorio para todos los Estados, incluso aquellos que no hayan firmado tratados específicos. Porque no se trata de una elección, se trata de humanidad.

Una histórica lucha

El Día Internacional en Apoyo a las Víctimas de la Tortura fue proclamado por la ONU el 12 de diciembre de 1997 mediante la resolución 52/149, con el objetivo de erradicar totalmente esta práctica y asegurar la aplicación efectiva de la Convención.

Durante los años ochenta y noventa, se registraron avances clave en la normativa y vigilancia sobre la prohibición de la tortura. En 1981 se creó el Fondo de Contribuciones Voluntarias para las Víctimas de la Tortura, ofreciendo apoyo jurídico, psicológico, social y médico a miles de personas afectadas.

En 1985, la Comisión de Derechos Humanos nombró al primer Relator Especial sobre la tortura. Y en 2002 se adoptó el Protocolo Facultativo de la Convención, que estableció inspecciones independientes en centros de detención y Mecanismos Nacionales de Prevención.

Pero a pesar del andamiaje legal, la tortura persiste. A menudo disfrazada como una supuesta necesidad de seguridad nacional, ha sido utilizada por gobiernos para justificar abusos: desde las llamadas “pruebas de virginidad” realizadas a mujeres en Egipto durante las protestas de 2011, hasta el traslado forzoso de refugiados por parte de Australia a campos en Papúa Nueva Guinea y Nauru. También se documentan casos alarmantes en Camerún, donde existen cámaras de tortura secretas, o en México, donde las detenciones a manos del ejército conllevan un 86% de riesgo de tortura.

Incluso el comercio de instrumentos de tortura ha sido regulado por la presión de organizaciones como Amnistía Internacional y la Fundación Omega, lo que llevó a la Unión Europea a adoptar en 2006 la primera norma jurídicamente vinculante en esta materia.

El dolor tiene nombre: ¿qué es la tortura?

La definición internacional de tortura es clara: se trata de infligir de forma intencional sufrimiento físico o mental con fines de confesión, castigo, intimidación o discriminación, por parte de un funcionario público o con su consentimiento. Esto excluye el sufrimiento legítimo derivado de sanciones legales.

La tortura niega la dignidad humana, y sus métodos varían. Desde palizas y descargas eléctricas, hasta violaciones, humillación sexual o privación sensorial extrema. Entre los instrumentos utilizados se han documentado porras con púas, chalecos eléctricos, grilletes y esposas para pulgares.

Sus secuelas son devastadoras: dolor físico crónico, trauma psicológico, depresión y trastorno de estrés postraumático. El objetivo es destruir la personalidad de la víctima, quebrar su voluntad, aislarla del tejido social. Como señala Alice Jill Edwards, Relatora Especial de la ONU sobre la tortura, “la tortura no puede justificarse jamás”. Las confesiones obtenidas bajo estos métodos no son confiables: se dicen para poner fin al sufrimiento, no porque sean verdad.

Una batalla compartida

La erradicación de la tortura es un objetivo compartido por la comunidad internacional, y ha sido abordado mediante un complejo entramado de tratados, protocolos, organismos y esfuerzos coordinados por múltiples actores.

A pesar de los compromisos legales asumidos, aún existen vacíos preocupantes. Muchos Estados no tipifican la tortura como un delito específico en su legislación nacional, lo que deja espacios para la impunidad. Entre enero de 2009 y mayo de 2013, Amnistía Internacional documentó casos de tortura en al menos 141 países, una evidencia de que esta práctica no está confinada a contextos autoritarios o de guerra, sino que pervive en todas las regiones del mundo.

La Convención de la ONU contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, producto de años de activismo e incidencia, cuenta hoy con 165 Estados Parte. Además, 172 países han ratificado el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que también prohíbe explícitamente la tortura y los tratos inhumanos. Sin embargo, la ratificación de un tratado no siempre se traduce en su implementación efectiva, ni en la protección real de los derechos de las víctimas.

Frente a estas lagunas, organizaciones como Amnistía Internacional han sostenido campañas constantes para que se prohíba la fabricación, comercialización y uso de materiales que pueden emplearse como instrumentos de tortura. Su trabajo ha sido fundamental para impulsar regulaciones internacionales que controlen estos abusos, incluyendo la adopción por parte de la Unión Europea, en 2006, de la primera normativa vinculante en este ámbito.

Entre los actores clave en la atención directa a víctimas destaca la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT), la única ONG internacional que ofrece asistencia primaria a sobrevivientes, ya sean mujeres, hombres, niñas o niños. Su red global SOS-Tortura conecta a organizaciones locales que, por falta de recursos, no pueden brindar atención especializada a las personas que han sufrido tortura.

En Túnez, la OMCT ha establecido dos centros del programa de asistencia SANAD, los cuales proporcionan ayuda jurídica, psicológica, social y médica. Estos centros operan bajo un enfoque integral y personalizado, con un equipo multidisciplinario que incluye especialistas en derecho, psicología, medicina y asistencia social, tanto del ámbito gubernamental como de la sociedad civil. Su objetivo no es solo tratar las heridas visibles, sino acompañar de forma sostenida en el proceso de reconstrucción de vida de cada persona.

La prevención también juega un rol central. Gracias al Protocolo Facultativo de la Convención, los Estados Parte están obligados a establecer Mecanismos Nacionales de Prevención que inspeccionen periódicamente los lugares de detención y formulen recomendaciones para evitar prácticas abusivas.

El valor de sanar y hacer justicia

Apoyar a las víctimas no es un gesto de buena voluntad: es un derecho consagrado en el artículo 14 de la Convención. El Fondo de las Naciones Unidas para las Víctimas de la Tortura asiste a miles de personas para reconstruir sus vidas.

Este acompañamiento va más allá del plano médico: incluye terapias psicológicas (individuales o grupales), servicios sociales (vivienda, educación, salud, empleo), y métodos alternativos como meditación o acupuntura.

La reparación no solo busca aliviar el dolor, sino también garantizar justicia y prevenir la impunidad. La tortura destruye la confianza en el Estado y en las instituciones públicas; la justicia la restaura. La denuncia es un acto de responsabilidad colectiva. Amnistía Internacional, con más de 50 años de trabajo, ha demostrado que la presión social y mediática puede lograr justicia.

El caso de Moses Akatugba, en Nigeria, es emblemático. Acusado de robar tres teléfonos, fue torturado por la policía con tenazas para arrancarle las uñas. Estuvo diez años en el corredor de la muerte. Una campaña global de Amnistía con más de 800,000 cartas logró su liberación.

Pero para que estos esfuerzos tengan impacto, se requieren mecanismos efectivos: acceso inmediato a abogados, supervisión de interrogatorios, controles independientes en centros de detención y procesos judiciales rigurosos. Sin estas garantías, la tortura seguirá encontrando espacios de impunidad.

No más silencio: un compromiso que nos exige a todos

El 26 de junio no es solo una fecha marcada en el calendario internacional, es un recordatorio urgente y necesario. Un llamado a no mirar hacia otro lado. A reconocer que la tortura no es un vestigio del pasado ni una práctica lejana, sino que sigue presente en cárceles, cuarteles, centros de detención y en los márgenes donde el poder opera sin vigilancia. Hoy, miles de personas aún sufren sus efectos devastadores en cuerpo, mente y alma.

Conmemorar el Día Internacional en Apoyo a las Víctimas de la Tortura no es un acto simbólico, es un gesto de conciencia y memoria. Es reafirmar que la dignidad humana no es negociable y que toda forma de tortura debe ser rechazada, denunciada y sancionada. Es reconocer el valor de quienes han sobrevivido, y el deber que tenemos de acompañarlos en su camino hacia la verdad, la justicia y la reparación.

La erradicación de la tortura requiere más que leyes. Demanda voluntad política, instituciones que rindan cuentas, sociedades vigilantes y voces que no se callen. Involucra a gobiernos, organismos internacionales, organizaciones de derechos humanos y, sobre todo, a cada uno de nosotros como ciudadanos.

Porque solo con educación, denuncia, justicia y solidaridad podremos construir un mundo donde nadie sea sometido a sufrimiento como castigo, humillación o forma de control. Donde el dolor no se use como herramienta de poder.

Hoy más que nunca, el compromiso es claro: no al silencio, no a la impunidad, no a la tortura. Y ese compromiso empieza por asumir nuestro rol en esta causa.

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