Ensayos nucleares: heridas que no cicatrizan

Las cicatrices de la humanidad no siempre son visibles. Algunas viajan en la sangre, en los huesos, en la memoria colectiva de pueblos enteros que jamás eligieron convertirse en escenario de destrucción. Los ensayos nucleares, presentados durante décadas como avances científicos o demostraciones de poder militar, dejaron una huella imposible de borrar: una cadena de enfermedades, desplazamientos y pérdidas intergeneracionales que aún hoy condicionan la vida de miles de personas en el mundo.

Las cifras hablan por sí mismas: casi dos mil 500 pruebas nucleares documentadas desde 1945, responsables de liberar más de 540 megatones de energía, el equivalente a 36 mil bombas como la de Hiroshima. Cada explosión alteró no sólo el suelo donde detonó, sino también el aire, el agua y los cuerpos humanos en los que se infiltró la radiación. Lo que en los laboratorios y en los discursos de muchos países se presentó como una “necesidad estratégica” se tradujo, en la vida cotidiana, en un legado de dolor.

Durante la reunión de conmemoración del Día Internacional contra los Ensayos Nucleares el pasado miércoles 3 de septiembre, que llevó a cabo la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Alta Representante para Asuntos de Desarme, Izumi Nakamitsu, subrayó que los ensayos nucleares no pueden permitirse ni como herramienta de disuasión, ni como medio de influencia política, ni bajo el pretexto de la ciencia.

“Las consecuencias de los ensayos nucleares son indiscriminadas y duraderas. Han dejado heridas humanas, medioambientales y morales que nunca podrán curarse por completo”, insistió. La Alta Comisionada dijo que hasta que entre en vigor el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, debe mantenerse la moratoria mundial al respecto.

Nakamitsu subrayó que la reciente creación de un grupo científico independiente encargado de estudiar los efectos de una guerra nuclear constituye un “claro reconocimiento” por parte de la comunidad internacional de las consecuencias humanitarias duraderas de las armas nucleares.

En la sesión también intervino la representante de la juventud de Kiribati, Oemwa Johnson, quien se refirió a las potentes explosiones termonucleares llevadas a cabo por el Reino Unido y los Estados Unidos en la isla de Kiritimati entre 1957 y 1962, en el marco de la operación Grapple.

Johnson señaló que su bisabuelo y su abuelo, que entonces solo tenía 14 años, no tenían refugio ni protección real para hacer frente a los ensayos; sólo se les proporcionó una manta fina para protegerse los ojos de los destellos.

La representante lamentó que la exposición a la radiación dejó a los supervivientes con graves problemas de salud no conocidos anteriormente, y sus efectos intergeneracionales son “innegables”.

Su abuelo sufrió, entre otras cosas, pérdida de audición, deterioro de la memoria y patologías que no se habían visto antes en su familia. Dos de los hermanos de su padre nacieron prematuramente y fallecieron poco después de nacer, mientras que otra hermana murió a los 18 años a causa de una enfermedad neurológica no diagnosticada, un dolor de cabeza grave pero desconocido.

“Mi padre y yo también padecemos migrañas crónicas y otros problemas de salud inexplicables”, declaró.

Añadió que además, las mujeres de Kiritimati y otras islas del Pacífico afectadas, como las Islas Marshall y la Polinesia Francesa, han sufrido consecuencias desproporcionadas: abortos espontáneos, malformaciones congénitas y complicaciones a largo plazo en materia de salud reproductiva.

“Las islas del Pacífico no eligieron convertirse en un laboratorio de destrucción, y el sufrimiento infligido por las potencias coloniales que detonaron sus bombas radiactivas es inseparable de las historias de dominación y el desprecio de la dignidad humana”, afirmó Johnson.

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