¿Democracia o dictadura cool? Bukele se queda “para siempre”

El Salvador vive un momento político sin precedentes. Nayib Bukele, presidente millennial, tuitero prolífico y con niveles de aprobación que rozan lo absoluto, ha logrado lo que durante décadas fue considerado un límite sagrado en América Latina: asegurar su reelección presidencial indefinida. Lo ha hecho no por un golpe de Estado, ni mediante una reforma constitucional explícita, sino a través de una serie de maniobras institucionales que, sin derribar la democracia, la vacían de contenido. ¿Es esta la consolidación de un nuevo autoritarismo latinoamericano? ¿O una respuesta pragmática ante la ineficiencia de los viejos sistemas?

La ruta hacia el poder perpetuo

En septiembre de 2021, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema —nombrada por una Asamblea Legislativa controlada por el partido oficialista Nuevas Ideas— resolvió que el artículo de la Constitución salvadoreña que prohíbe la reelección presidencial inmediata debía interpretarse de forma más “flexible”. Esta reinterpretación permitió a Bukele postularse para las elecciones de 2024, que ganó sin sorpresas con el 85% de los votos, según datos oficiales del Tribunal Supremo Electoral.

“Se trata de una reforma de facto del orden constitucional”, advierte el politólogo salvadoreño Napoleón Campos. “No hubo reforma constitucional, pero sí una intervención de la Corte que desactiva los candados republicanos sin necesidad de pasar por el procedimiento legítimo”, explica en entrevista con La Prensa Gráfica.

El artículo 152 de la Constitución salvadoreña sigue prohibiendo la reelección inmediata, pero con la nueva jurisprudencia —y sin una Corte que cuestione al Ejecutivo— esa cláusula se ha vuelto letra muerta.

¿Qué dice el pueblo?

Jóvenes como Mariela Mejía, de 29 años y residente en San Salvador, lo tienen claro: “A mí no me importa si Bukele se queda. Desde que está él, ya no me asaltan camino al trabajo. Antes daba miedo salir después de las seis”. Para una generación que creció entre pandillas, extorsiones y territorios controlados por el crimen, la popularidad de Bukele no es casual: es resultado de haber reducido drásticamente la violencia.

Según datos del Instituto de Medicina Legal y la PNC, El Salvador cerró 2023 con una tasa de 2.4 homicidios por cada 100,000 habitantes, la más baja de su historia reciente, después de haber alcanzado los 103 en 2015. El régimen de excepción, que ha detenido a más de 75 mil personas en dos años —algunas inocentes, como han documentado Human Rights Watch y Amnistía Internacional—, se ha convertido en sinónimo de paz para muchos ciudadanos.

El espejismo de la democracia eficiente

“Estamos frente a un fenómeno que mezcla eficacia con autoritarismo, gobernabilidad con miedo”, sostiene Manuel Meléndez-Sánchez, investigador de Harvard especializado en populismo en América Latina. “Bukele representa una nueva cara del caudillismo latinoamericano: joven, digital, carismático y aparentemente eficiente”, comenta en una entrevista para The New Yorker.

En lugar de disolver el Congreso o censurar prensa con violencia, Bukele ha cooptado instituciones mediante elecciones populares y reformas legales, mientras mantiene una narrativa fresca y anti-establishment. Pero sus pasos son conocidos: concentración del poder, control del sistema judicial, persecución a opositores y debilitamiento de la sociedad civil.

El Papa Francisco adivirtió que la concentración de poder —aunque se vista de eficacia— atenta contra el bien común. En Fratelli Tutti, señaló: “La política no debe someterse a la economía ni a los dictados de paradigmas eficientistas”. La democracia requiere la existencia de instituciones que garanticen la participación, el respeto a los derechos humanos y la alternancia en el poder.

Desde esta perspectiva, la deriva de El Salvador preocupa no tanto por la figura de Bukele, sino por la anulación progresiva del pluralismo, el debilitamiento del Estado de derecho y el riesgo de que la voluntad popular se convierta en absolutismo.

¿Y la región?

El caso salvadoreño no es único, pero sí simbólico. En América Latina, donde la corrupción y el crimen erosionan la fe en la democracia, líderes con discursos duros y propuestas simples ganan terreno. Venezuela, Nicaragua y Bolivia ya pasaron por procesos similares. El politólogo Steven Levitsky, coautor del libro Cómo mueren las democracias, lo resume así: “Los autoritarios ya no necesitan tanques, solo ganar elecciones y debilitar las instituciones desde adentro”.

En México, el eco de esta lógica preocupa. Si la popularidad se convierte en justificación para alterar las reglas, se pone en riesgo la cultura democrática y el respeto a la ley. La historia enseña que la democracia no se pierde en un día, sino por erosión lenta, desde dentro, disfrazada de eficiencia.

El silencio que duele

Uno de los elementos más inquietantes del fenómeno Bukele es el respaldo casi total que recibe de la ciudadanía. Según CID-Gallup, su índice de aprobación superó el 90% en 2023. Y como señala la periodista salvadoreña Julia Gavarrete: “Aquí nadie protesta porque tiene miedo de perder lo poco que ha ganado. Pero el miedo no puede ser la base de una democracia sana”.

Testimonios como el de Óscar Cañas, ex empleado municipal detenido sin cargos durante el régimen de excepción, ilustran el costo humano de este modelo: “Me arrestaron porque mi primo era pandillero. Estuve cinco meses en Mariona sin juicio. Perdí mi trabajo. Pero dicen que es el precio de la paz”.

¿Una democracia sin alternancia?

Nayib Bukele no es un dictador tradicional. Es el producto de una era digital, de la frustración de los jóvenes y del fracaso de las élites tradicionales. Pero que no parezca una dictadura no significa que no lo sea. La reelección indefinida, aunque cuente con apoyo popular, contradice los principios básicos de la democracia constitucional.

El Salvador hoy vive bajo un liderazgo fuerte, popular y efectivo en ciertos aspectos. Pero el precio de esa efectividad podría ser la libertad a largo plazo. Como decía Benjamín Franklin: “Aquellos que sacrifican libertad por seguridad, no merecen ni una ni otra”.

Desde los valores de la legalidad, la justicia y la dignidad humana, es urgente recuperar una noción de política que respete la ley por encima del líder, y al pueblo por encima del poder. La democracia no es solo votar: es poder cambiar de gobierno sin miedo. Y El Salvador, hoy por hoy, no parece estar en esa ruta.

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