Existen lugares en el mundo dónde los niños abandonan su salón para salir alegres hacia el recreo, pero hay otros sitios en donde los pequeños no corren con esta fortuna y aunque se encuentren en una improvisada escuela a donde van presurosos es a un refugio, estos pequeños no cargan mochilas, sino el peso de una guerra que les roba los días más sencillos de su infancia.
A pesar de esta dolorosa realidad, su espíritu por saber, aprender y adquirir conocimientos nuevos los llena de entusiasmo por tener un futuro mejor a pesar de no tener la certeza si al día siguiente regresarán o ya no vivirán a causa de la guerra.
Es por ello que la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) decidió conmemorar cada 9 de septiembre como el Día Internacional para Proteger la Educación de Ataques, y de esta manera hacernos voltear a las partes del mundo donde existen guerras y conflictos y donde la escuela, que debería ser un lugar seguro, se ha convertido en un blanco más de la violencia armada.

La conmemoración no es simbólica: surge de la constatación de que los conflictos modernos ya no solo devastan ciudades y hospitales, también arrasan con los salones de clase. Según la Coalición Global para Proteger la Educación de Ataques (GCPEA), entre 2020 y 2023 se registraron miles de agresiones contra escuelas, estudiantes y profesores en más de 30 países. Eso significa que cada día, en alguna parte del mundo, hay un aula destruida, un niño herido o un maestro silenciado por la guerra.
El drama se entiende mejor con una imagen sencilla: cuando una escuela es bombardeada, no sólo se derrumban paredes, también se derrumba la oportunidad de aprender a leer, de reírse con los amigos, de soñar con un futuro distinto. Cada minuto fuera de clase es un paso más hacia la desigualdad, la pobreza y, en muchos casos, hacia el reclutamiento forzado o el matrimonio infantil.
Los ejemplos son dolorosamente concretos. En Ucrania, desde que comenzó la invasión rusa, miles de planteles han sido dañados o destruidos. En Gaza, tras los bombardeos de 2023 y 2024, casi todas las escuelas resultaron afectadas y decenas quedaron reducidas a escombros, dejando a cientos de miles de estudiantes sin un lugar donde aprender.
En Nigeria, los secuestros masivos de alumnos, como en el caso de Chibok en 2014, siguen repitiéndose en distintas regiones, convirtiendo el camino a clases en una ruta de miedo. Y en Afganistán, las restricciones impuestas a las niñas han cerrado de golpe las puertas de miles de aulas, demostrando que la educación también puede ser atacada a través de la discriminación y el veto.
No se trata sólo de pérdidas materiales: la educación en emergencias es también un escudo contra la desesperanza. Un niño que sigue estudiando, aun en una tienda improvisada en un campo de refugiados, tiene más posibilidades de resistir la violencia psicológica de la guerra, de mantener un sentido de rutina y de recuperar algo de normalidad. La escuela se convierte en un espacio de protección emocional tanto como de aprendizaje.

La ONU, junto con UNICEF, UNESCO y otras agencias internacionales, ha insistido en que el derecho a la educación no se suspende en tiempos de guerra. Por eso promueven mecanismos como la Safe Schools Declaration, firmada ya por más de 100 países, que busca impedir que los ejércitos utilicen las escuelas como bases militares y garantizar que sigan siendo zonas seguras. Sin embargo, las cifras muestran que todavía queda mucho camino: cada nueva ofensiva militar suele llevar consigo la clausura forzada de aulas y la interrupción de programas educativos.
Detrás de la conmemoración del 9 de septiembre hay una advertencia que no admite indiferencia: si una generación crece sin educación, el costo se paga durante décadas. Sin acceso a estudios, los niños se vuelven más vulnerables a caer en redes de violencia, a ser reclutados como soldados o explotados laboralmente. Y cuando la guerra termina, la reconstrucción de un país es imposible si quienes deberían levantarlo fueron privados de las herramientas más básicas para hacerlo.
El dramatismo de este día radica en comprender que defender una escuela es defender mucho más que un edificio: es proteger la memoria, la infancia y la esperanza de millones. Por eso, cada vez que una bomba cae sobre un aula o que un maestro debe dar clases bajo tierra para salvar a sus alumnos, el mundo pierde algo de sí mismo.
El Día Internacional para Proteger la Educación de Ataques nos recuerda que la neutralidad de las escuelas debe ser inviolable. Ninguna ideología, ninguna guerra, ningún poder debería tener derecho a apagar la voz de un maestro ni a arrancar de las manos de un niño su cuaderno. Porque en esas páginas escritas con lápiz descansa la posibilidad de un futuro distinto al de los cañones.
En la medida en que la comunidad internacional logre pasar de las declaraciones a las acciones concretas con más financiamiento para educación en emergencias, sanciones efectivas a quienes atacan centros escolares y apoyo real a los docentes que arriesgan la vida, este día será algo más que una fecha en el calendario. Será un recordatorio de que proteger la educación es, en última instancia, proteger la humanidad misma.
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