La guerra entre Rusia y Ucrania entra en su cuarto año sin señales de tregua y con la diplomacia estancada. En el frente, el conflicto sigue marcado por la lógica del desgaste: ofensivas que se mueven metros a la vez, ciudades arrasadas y una población civil atrapada entre la supervivencia y el éxodo. Octubre de 2025 dejó claro que la paz aún no se vislumbra.
Vladimir Putin ha reiterado que está dispuesto a negociar, pero sólo si Ucrania acepta condiciones que implican reconocer los territorios ocupados y adoptar una postura de neutralidad. “Si no quieren un acuerdo, resolveremos con la fuerza”, advirtió recientemente. En respuesta, Volodímir Zelenski insiste en que su país no aceptará ceder soberanía ni renunciar a las regiones ocupadas. “Estamos listos para hablar, pero no para rendirnos”, ha dicho el mandatario ucraniano.

Entre esas posturas irreconciliables, la guerra avanza. Estados Unidos sigue enviando armas, pero el ritmo de los paquetes de ayuda se ha ralentizado en los últimos meses, reflejo del cansancio político interno y del costo creciente del conflicto. Washington insiste en que busca una “paz justa y duradera”, pero no una capitulación que ponga en riesgo la estabilidad europea.
La ONU, mientras tanto, multiplica llamados al alto el fuego y a la protección de civiles. Los informes humanitarios advierten que los ataques a la infraestructura energética y sanitaria siguen afectando gravemente a la población. Hospitales dañados, escuelas destruidas y millones de desplazados internos son ya parte del paisaje cotidiano de la guerra más larga en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Costo humano
Los datos son abrumadores. Según los reportes internacionales más recientes, la guerra ha dejado más de 14 mil civiles muertos y cerca de 40 mil heridos. Pero se estima que el número real podría duplicar esas cifras. Las bajas militares son un secreto de Estado.
Más de seis millones de ucranianos viven desplazados dentro o fuera del país. Familias enteras sobreviven en refugios improvisados o en centros de asistencia donde el acceso a alimentos, calefacción y medicinas es cada vez más limitado.
El conflicto ha transformado las economías de ambos países. Ucrania, que sufrió una contracción del 30 por ciento en 2022, logró estabilizarse en 2024 y registra un crecimiento modesto del 2% este año, sostenido principalmente por la ayuda internacional. Sin embargo, la dependencia de créditos externos, el gasto en defensa y la destrucción de infraestructura mantienen al país en una frágil estabilidad.
Rusia, por su parte, ha sorteado el impacto de las sanciones mediante un control férreo de su economía y una reorientación hacia Asia. Aun así, su PIB ha perdido terreno estructural y la inflación se mantiene alta. Los ingresos por petróleo y gas siguen siendo su principal salvavidas, aunque a costa de aislarse de los mercados occidentales.
El costo social también se nota: aumento de precios, escasez de bienes y un gasto militar que consume cada vez más recursos públicos.

Las condiciones humanitarias en el este y sur de Ucrania son dramáticas. En ciudades como Pokrovsk, Bajmut o Jersón, la población vive entre bombardeos, cortes de electricidad y agua, hospitales colapsados y escuelas improvisadas en sótanos. Los ataques a centrales eléctricas han dejado a millones de personas sin calefacción en pleno otoño, con la amenaza de otro invierno sin luz ni combustible.
Las organizaciones humanitarias estiman que casi 18 millones de personas, el 40 por ciento de la población ucraniana, necesitan algún tipo de asistencia. Los desplazamientos masivos han cambiado por completo el mapa social del país: pueblos enteros vacíos, campos abandonados y capitales regionales desbordadas de refugiados.
En Rusia, el impacto humano es menos visible, pero real. Miles de familias han perdido a jóvenes enviados al frente, y el descontento silencioso crece pese a la censura y la propaganda.
Los esfuerzos diplomáticos apenas avanzan. Ni Moscú ni Kyiv están dispuestos a ceder lo esencial de sus posiciones. Rusia busca legitimar sus anexiones y exigir garantías de neutralidad. Ucrania exige el retiro total de tropas rusas y un marco de seguridad internacional.
Las potencias intermedias, como China o Turquía, han intentado mediar, pero hasta ahora sin resultados tangibles. En los foros multilaterales, la palabra “negociación” se pronuncia más como deseo que como horizonte.
En el corto plazo, la posibilidad de paz es mínima. Los dos gobiernos confían en que el tiempo jugará a su favor: Putin espera que el desgaste occidental debilite el apoyo a Kyiv; Zelenski, que la resistencia ucraniana y las sanciones terminen por fracturar la economía rusa.
Mientras tanto, los civiles siguen pagando el precio más alto. En Ucrania, la esperanza se mide en días sin bombardeos; en Rusia, en la posibilidad de que algún día el conflicto deje de devorar vidas y recursos.
La guerra continúa, con un futuro abierto y un pasado que ya ha cobrado demasiadas víctimas.
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