Seis meses después de que Donald Trump regresara a la presidencia de Estados Unidos, la relación bilateral con México atraviesa su momento más ríspido desde la firma del T-MEC. La retórica agresiva del republicano se ha traducido en medidas concretas que golpean a la nación mexicana en sus flancos más vulnerables: migración, economía y seguridad.
Con escasos espacios de negociación, la administración de Claudia Sheinbaum enfrenta una presión creciente para proteger los intereses nacionales, mantener la estabilidad económica y contener el impacto social de una estrategia estadounidense diseñada para mostrar fuerza hacia el sur.
La política migratoria estadounidense ha regresado al esquema más duro. Desde enero, la administración Trump reactivó el programa “Quédate en México”, lo que ha obligado a miles de solicitantes de asilo, provenientes principalmente de Centroamérica y el Caribe, a permanecer en territorio mexicano mientras sus casos son procesados. A esto se suma una campaña intensiva de deportaciones, muchas de ellas sin procesos judiciales completos.
En la frontera sur de Estados Unidos se ha reducido el número de cruces irregulares, pero a costa de una crisis humanitaria en las ciudades fronterizas mexicanas. Albergues desbordados, servicios públicos saturados y escenas de represión en operativos migratorios son ya parte del paisaje cotidiano en lugares como Ciudad Juárez, Matamoros y Tijuana.
Al mismo tiempo, la construcción del muro fronterizo fue retomada con fuerza, y se encuentra en fase de cierre en puntos estratégicos de Texas, Nuevo México y Arizona. Grupos civiles han denunciado militarización e incluso detenciones arbitrarias de migrantes y mexicanos con documentos en regla.
La economía mexicana también ha comenzado a resentir los efectos de las políticas del gobierno estadounidense. En julio, Trump anunció la imposición de aranceles del 30 por ciento a productos mexicanos bajo el argumento de que México ha sido “incapaz de frenar” el tráfico de drogas y la migración.
Estas tarifas, sumadas a la cancelación de acuerdos previos sobre productos agrícolas, como el Acuerdo de Suspensión del Tomate, han desatado incertidumbre entre empresarios y productores mexicanos. Las exportaciones hacia Estados Unidos, particularmente en los sectores automotriz, electrónico y agroalimentario, comenzaron a disminuir desde mayo, mientras que varias compañías estadounidenses han puesto en pausa sus inversiones en territorio mexicano.
El clima de desconfianza se ha agravado por la reforma judicial promovida por el gobierno mexicano, que generó dudas entre inversionistas extranjeros respecto a la independencia de los tribunales. El norte del país, particularmente Chihuahua, Coahuila y Baja California, ha sido el más golpeado por la paralización de proyectos industriales.
En el terreno de la seguridad, la tensión se ha recrudecido tras la declaración oficial de varios cárteles mexicanos como organizaciones terroristas por parte del gobierno estadounidense.
Trump y sus funcionarios han dejado entrever que “todas las opciones están sobre la mesa” para frenar la entrada de fentanilo al mercado estadounidense. Aunque no se han registrado incursiones militares formales, en estados fronterizos como Texas y Nuevo México se han establecido “Zonas de Defensa Nacional”, donde fuerzas estadounidenses operan con amplias facultades de detención e inspección.
La colaboración bilateral en seguridad, que durante el sexenio de Joe Biden buscó enfocarse en el combate al tráfico de armas y la cooperación en inteligencia, está prácticamente suspendida. Analistas han advertido sobre un vacío operativo que podría derivar en mayor violencia en regiones clave para el crimen organizado.
Frente a la ofensiva estadounidense, el gobierno mexicano ha adoptado una postura contenida. La presidenta Claudia Sheinbaum ha evitado confrontar públicamente a Trump y ha apostado por una diplomacia discreta para preservar el diálogo. No obstante, su administración ha comenzado a preparar una estrategia legal en el marco del T-MEC para impugnar las tarifas impuestas.
Además, se ha creado un gabinete especial para la relación bilateral, encabezado por el canciller Juan Ramón de la Fuente, que busca coordinar las respuestas diplomáticas, comerciales y jurídicas ante lo que ya se perfila como una relación marcada por la asimetría y el riesgo de ruptura institucional.
La revisión formal del T-MEC está programada para 2026, pero los movimientos actuales apuntan a una redefinición forzada de las reglas del juego. Trump ha dejado claro que su visión de comercio justo implica aranceles, presión migratoria y supremacía unilateral. Para México, el reto será resistir ese embate sin cerrar sus fronteras ni ceder soberanía.
Los próximos meses serán clave: se pondrá a prueba la capacidad del gobierno mexicano para mantener la estabilidad interna ante el asedio externo, al tiempo que se avecina una contienda electoral estadounidense que podría terminar por radicalizar aún más la agenda de la Casa Blanca.
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