Barbados roto: así sacaron a María Corina de la boleta

En Venezuela, la palabra “acuerdo” dejó de significar garantía y empezó a significar apuesta. El 17 de octubre de 2023, el gobierno de Nicolás Maduro y la Plataforma Unitaria opositora firmaron en Barbados un entendimiento que fue presentado al país —y al mundo— como una puerta de salida: elecciones presidenciales en 2024 con observación internacional, un cronograma claro, actualización del registro electoral, y la promesa de condiciones mínimas para la competencia política. Ese documento dio pie a gestos inmediatos de la comunidad internacional, como alivios parciales de sanciones energéticas por parte de Estados Unidos, bajo la lógica de la doctrina social cristiana de la subsidiariedad y el bien común: ceder presión económica a cambio de abrir oportunidades democráticas para un pueblo exhausto.

Pero había una trampa. El acuerdo hablaba de mecanismos para revisar inhabilitaciones políticas, no de levantarlas automáticamente. Y el chavismo mantuvo esa rendija exactamente del tamaño que le convenía.

El 27 de enero de 2024, apenas tres meses después de Barbados y tres meses después de que María Corina Machado (MCM) arrasara en la primaria opositora con alrededor de 93% de los votos y más de 2.4 millones de participantes —un mandato político inédito en la era Maduro, según la cobertura de agencias internacionales como AP—, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ratificó que Machado estaba inhabilitada por 15 años para ocupar cargos públicos. Esa decisión, denunciada como arbitraria por la oposición y como incompatible con el espíritu de Barbados por gobiernos extranjeros, marcó una ruptura crítica: la candidatura más popular de la oposición quedaba jurídicamente eliminada.

Este reportaje reconstruye ese quiebre: qué prometía Barbados (y qué no prometía), cómo el TSJ blindó la inhabilitación de Machado, qué respuesta vino desde la calle y desde afuera, por qué la oposición apostó —aun así— a competir con Edmundo González Urrutia en 2024, y cuáles fueron los costos morales, políticos y humanos de “jugar” una elección en un tablero considerado amañado.

Qué decía Barbados (y qué no)

El Acuerdo de Barbados fue presentado como un entendimiento político con verificación internacional. En términos prácticos, incluía cinco ejes que la oposición consideraba vitales para una elección creíble en 2024: calendario electoral, observación internacional con participación de actores como la Unión Europea y la ONU, garantías mínimas de libertad de campaña, actualización del padrón de votantes (incluyendo a migrantes) y una vía para revisar las inhabilitaciones administrativas que impedían competir a los líderes opositores con más arrastre. Estos puntos fueron parte de lo que Washington y Bruselas exigían como condición para aliviar sanciones petroleras y financieras impuestas al régimen venezolano.

La frase clave fue “revisión de inhabilitaciones”, no “levantamiento de inhabilitaciones”. Ése fue el margen de maniobra del chavismo.

Desde hace años, el aparato institucional del chavismo utiliza las llamadas “inhabilitaciones administrativas” —emitidas inicialmente por la Contraloría General y luego validadas por el TSJ— para sacar del juego a figuras opositoras antes de que lleguen al tarjetón. Así ocurrió con Henrique Capriles en ciclos electorales previos, y volvió a ocurrir con Machado. La medida contra MCM la dejaba fuera de cualquier cargo público por 15 años, alegando supuestas irregularidades patrimoniales y apoyo a sanciones internacionales. Según especialistas en derecho público venezolano y organizaciones como la OEA, estas inhabilitaciones administrativas, sin sentencia penal firme, vulneran principios básicos de participación política reconocidos en tratados internacionales interamericanos.

Barbados fue leído por la oposición como “abrimos la puerta”. El chavismo lo leyó como “nos reservamos la llave”.

En otras palabras: Barbados creó expectativas políticas y diplomáticas, pero no creó un derecho exigible para Machado. Y esto es clave. Una lección para cualquier joven que sigue la política latinoamericana: en regímenes autoritarios híbridos, el acuerdo no siempre es un contrato; a veces es simplemente un respiro táctico.

Ratificación de la inhabilitación (27/01/2024)

El 27 de enero de 2024, el Tribunal Supremo de Justicia —controlado por el oficialismo, según múltiples observadores regionales— ratificó la inhabilitación de María Corina Machado por 15 años. Medios internacionales como Al Jazeera registraron que esa decisión, en la práctica, cerraba la puerta a la mujer que había ganado de manera abrumadora la primaria unitaria de la oposición y que se perfilaba como la única figura con legitimidad popular suficiente para unificar el voto anti-Maduro.

Ese día no solo se tumbó la candidatura de Machado. También se mandó un mensaje interno y externo: el árbitro final no iba a ser la voluntad de dos millones de votantes opositores, sino la voluntad del sistema judicial alineado con el chavismo.

Para mucha gente dentro de Venezuela, la noticia pegó más abajo del estómago que en la cabeza. “Yo voté por ella sabiendo que estaba inhabilitada, pero pensé que eso se iba a arreglar con Barbados”, contó Milagros, profesora de escuela pública en Barquisimeto, a reporteros locales. “Nos dijeron que había acuerdo, que había presión internacional. Entonces, ¿para qué sirvió mi voto?”. Ese tipo de testimonio —angustia, decepción, cansancio— apareció repetido en comunidades humildes y clase media. Ahí hay un punto moral: la gente creyó porque quería creer, porque cuando no hay justicia institucional, lo único que queda es la esperanza compartida. Eso también es dignidad humana.

Juristas críticos calificaron la sentencia del TSJ como “un portazo que blinda el continuismo”. Actores diplomáticos lo dijeron con más elegancia, pero el fondo fue el mismo: esa ratificación iba en dirección contraria al espíritu del acuerdo recién firmado entre gobierno y oposición. Estados Unidos, la OEA y analistas regionales interpretaron que el chavismo había recibido beneficios iniciales —relajamiento parcial de sanciones— y luego desconoció la parte que le resultaba más peligrosa: permitir una competencia real en las urnas.

Reacciones (oposición, gobiernos, sanciones)

La oposición respondió en dos niveles: político y emocional.

Político, porque la Plataforma Unitaria denunció que el TSJ violó el entendimiento de Barbados y exigió garantías reales de habilitación. Emocional, porque el golpe no era técnico; era existencial. Para buena parte de la base ciudadana, Barbados había sido vendido como “esta vez sí”. La inhabilitación dejaba claro que el régimen estaba dispuesto a pagar el costo diplomático de incumplir —y que ese costo le parecía manejable.

Los gobiernos democráticos de la región y de Europa reaccionaron rápido. Voces dentro de la Unión Europea y de la Organización de Estados Americanos advirtieron que Venezuela estaba incumpliendo los compromisos asumidos en Barbados al impedir que la ganadora de la primaria opositora ejerciera el derecho a ser electa. La OEA habló de “quiebre de garantías electorales”, y desde Washington se deslizó que, si no había corrección, volverían sanciones energéticas y financieras que el chavismo quería evitar para oxigenar a PDVSA.

Aquí entra el ángulo internacional que jóvenes mexicanos y latinoamericanos suelen pasar por alto cuando ven Venezuela como “algo lejano”: las sanciones no son un castigo abstracto, son una palanca. Funcionan como condicionante ético-político: si hay apertura democrática verificable, se afloja presión económica para que la población pueda respirar; si hay cerrazón autoritaria, se vuelve a apretar.

Después del 27 de enero, la amenaza de reactivar sanciones se convirtió en la principal ficha de la comunidad internacional frente a Maduro. Y eso elevó el costo externo del quiebre de Barbados.

Pero en paralelo pasó otra cosa: dentro de Venezuela, mientras el mundo hablaba de sanciones, la ciudadanía hablaba de miedo.

Muchos recordaron la “Lista Tascón”, el registro que circuló tras el referendo revocatorio de 2004 con los nombres de quienes firmaron para intentar sacar a Hugo Chávez. Esa lista fue usada para negar empleos, becas y servicios públicos a opositores. Cuando el TSJ exigió, a finales de octubre de 2023, que la Comisión Nacional de Primaria entregara los datos de todos los votantes de la primaria —nombres, actas, cuadernos—, la oposición dijo abiertamente: esto es intimidación, esto es para marcarte.

Es decir: el mensaje no solo fue “tu candidata está fuera”, también fue “sabemos que fuiste a votar por ella”.

Esa práctica es gravísima. Persigue políticamente al ciudadano común y erosiona la dignidad de la persona, que es el núcleo de la vida social justa. Ningún Estado que castiga a la gente por participar en procesos cívicos puede alegar que actúa por el bien común. El bien común exige libertad de conciencia, no miedo administrativo.

De MCM a Edmundo González: transición estratégica

Tras el portazo del TSJ, la oposición venezolana enfrentó su dilema más brutal desde 2017: o te retiras del juego denunciando fraude anunciado, o juegas con las cartas marcadas esperando que la presión interna y externa obligue al árbitro a comportarse frente a millones de testigos.

La Plataforma Unitaria escogió jugar.

Con Machado legalmente bloqueada, se activó un plan de contingencia: presentar como candidato presidencial a Edmundo González Urrutia, un diplomático retirado y exembajador, que hasta entonces era una figura de bajo perfil nacional pero sin inhabilitación. De acuerdo con reportes internacionales posteriores, González asumió explícitamente que él representaba el mandato político que los ciudadanos habían dado a Machado en la primaria. Su candidatura fue presentada como continuidad programática, no ruptura.

Esto fue más que un cambio de nombre. Fue una jugada estratégica con varias capas:

• Mantener un candidato vivo en la boleta permitía a la oposición conservar una vía electoral reconocible por la comunidad internacional.
• Evitar la abstención buscaba impedir que Maduro pudiera cantar victoria fácil con baja participación y luego presentarla como “legitimidad popular”.
• Apostar a la observación internacional —UE, OEA, paneles técnicos de la ONU— mantenía abierto el expediente Venezuela en foros multilaterales.

Machado, aun inhabilitada, siguió recorriendo el país, hablando en plazas, grabando mensajes, llamando a la organización ciudadana y pidiendo a sus seguidores que defendieran cada acta de votación. Esa táctica de “liderazgo detrás del candidato” es rara en América Latina: la líder real no está en la boleta, pero actúa como fuente de legitimidad política y emocional, mientras el candidato formal ocupa el espacio legal en la contienda.

Para millones de ciudadanos, esto fue interpretado casi como una transferencia moral: “Si no me dejas votar por ella, votaré por el que ella diga”. Era un acto de resistencia civil, pero también un acto de fe.

Costos y beneficios de “jugar” la elección

¿Valió la pena seguir en el juego después de la inhabilitación? Depende desde dónde se mire.

Desde la óptica del régimen, forzar a la oposición a competir sin su figura más popular fue un éxito táctico. Permitió llegar a la elección de julio de 2024 sin Machado en la boleta. Además, el gobierno se reservó el control institucional del Consejo Nacional Electoral (CNE) y, según denunciaron tanto la oposición como la OEA y la Unión Europea, administró el conteo de votos con una opacidad sin precedentes: el CNE proclamó a Nicolás Maduro ganador mediante un boletín oral parcial y nunca publicó el desglose completo de actas mesa por mesa, algo que la UE dijo que, “sin evidencia que la respalde”, no podía ser reconocido como resultado válido.

Desde la óptica internacional, la decisión opositora de mantenerse en la cancha fue crucial. Permitió documentar y denunciar con evidencia concreta. Testigos ciudadanos levantaron copias de actas en más del 80% de las mesas de votación, y con ese material la oposición alegó que Edmundo González, el sustituto de Machado, había obtenido la mayoría de votos. Estados Unidos llegó a reconocer públicamente a González como ganador legítimo, afirmando que la evidencia mostraba que él había ganado la elección. Eso elevó el costo externo del régimen y fortaleció la narrativa de ilegitimidad.

En otras palabras: competir permitió montar un expediente de fraude verificable ante el mundo. Pero hay otro ángulo, más doloroso, que no se puede ignorar. El costo humano interno fue altísimo.

Después de la elección del 28 de julio de 2024 y en los meses siguientes, organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional documentaron detenciones masivas —más de 2.000 personas arrestadas por protestar o por presuntamente “instigar al odio”—, denuncias de tortura, casos de desaparición forzada y al menos 24 personas asesinadas durante las manifestaciones postelectorales. Estas prácticas fueron descritas como parte de una política de Estado para reprimir el disenso.

Aquí chocan dos bienes: por un lado, la defensa pacífica y organizada del voto como expresión de la dignidad humana y la soberanía popular; por el otro, la vida y la seguridad física de quienes se movilizan. La solidaridad —otro principio esencial de esa doctrina— obliga a reconocer a los venezolanos que salen a protestar no como “cifras” sino como hermanos que asumen riesgo por el bien común. Y obliga también a exigir que la comunidad internacional no sea indiferente cuando ese riesgo se convierte en persecución.

Para los jóvenes en México, Colombia, Argentina o cualquier otro país de la región que miran esta historia y piensan “eso allá, acá no”, vale una advertencia: la democracia no se rompe de un día para otro. Se desgasta paso a paso. Primero el árbitro electoral deja de ser confiable. Luego los tribunales dejan de proteger al ciudadano y empiezan a proteger al poder. Después se castiga la participación política como si fuera delito. Si en algún momento normalizamos eso, perdemos algo más que una elección. Perdemos comunidad, perdemos el sentido de que el otro —el que piensa distinto— sigue siendo persona digna.

Reflexión final

El choque entre el Acuerdo de Barbados y la inhabilitación de María Corina Machado el 27 de enero de 2024 no fue solo un episodio jurídico. Fue un parteaguas que definió cómo se iba a jugar —y narrar— la ruta electoral venezolana en 2024.

Barbados prometía condiciones mínimas para una competencia reconocida internacionalmente. El TSJ dejó claro que el régimen no permitiría que la candidata más votada en la primaria opositora llegara viva a la boleta. La oposición respondió con una maniobra inédita en la región: trasladar el mandato político de Machado a Edmundo González y obligar al chavismo a medirse ante el mundo.

Ese movimiento tuvo beneficios diplomáticos —la construcción de evidencia para denunciar fraude y el fortalecimiento del reclamo internacional de ilegitimidad—, pero también tuvo costos humanos enormes al interior de Venezuela: represión, miedo, heridas abiertas.

Lo que está en juego no es solo quién gobierna Miraflores, sino si el principio de dignidad humana —la idea de que cada ciudadano tiene derecho a elegir su destino sin chantaje, sin persecución, sin violencia— puede seguir siendo defendido dentro de las fronteras del país y acompañado desde fuera. Porque sin dignidad, justicia y solidaridad efectiva, no hay bien común posible.

Y sin bien común, la democracia deja de ser una promesa compartida y se vuelve solo un eslogan vacío.

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