El 11 de abril de 1970, un rugido de motores impulsó al Apolo 13 hacia el cielo de Florida. La misión, destinada a ser el tercer viaje a la Luna tripulado de la NASA parecía rutinaria en una época en la que la conquista del espacio se había convertido en símbolo de poder y ambición tecnológica. Sin embargo, dos días después de haber despegado, una explosión en un tanque de oxígeno convirtió el viaje en una carrera desesperada por la supervivencia. El mundo entero escuchó la voz del comandante Jim Lovell: “Houston, tenemos un problema”.
La tripulación –Lovell, Fred Haise y Jack Swigert– improvisó un regreso usando el módulo lunar como bote salvavidas. Enfrentaron temperaturas gélidas, racionaron agua y combatieron niveles peligrosos de dióxido de carbono. Desde la Tierra, ingenieros y técnicos diseñaron soluciones con materiales improvisados. El 17 de abril, tras casi seis días en el espacio, el Apolo 13 aterrizó en el Pacífico. No hubo huellas sobre el polvo lunar, pero el regreso se convirtió en una de las historias más admiradas de la exploración espacial: un “fracaso exitoso” que demostró que la ingeniería y la sangre fría podían salvar vidas más allá de la atmósfera.
Jim Lovell no sólo fue el comandante que guió a su tripulación a casa. Fue un pionero de la era espacial que participó en cuatro misiones: Gemini VII, Gemini XII, Apolo 8 –el primer vuelo que orbitó la Luna– y Apolo 13.
Lovell nació el 25 de marzo de 1928 en Cleveland, Ohio, creció en Milwaukee y desde joven mostró una inclinación natural por la aviación. Se graduó en la Academia Naval de Estados Unidos en 1952, sirvió como piloto de pruebas y en 1962 fue seleccionado como astronauta, formando parte de la segunda generación de exploradores espaciales de la NASA.
En diciembre de 1968, como parte del Apolo 8, Lovell fue uno de los primeros humanos en ver la Tierra como una esfera azul suspendida en la negrura cósmica. Esa imagen, que describió como “un oasis en la vastedad del espacio”, marcó profundamente su visión del planeta. Pero sería la misión fallida de 1970 la que sellaría su nombre en la historia.
Durante su viaje en el Apolo 13, Lovell se convirtió en el ejemplo perfecto de liderazgo bajo presión. No hubo gritos ni pánico. Su serenidad contagió a la tripulación y permitió que las decisiones críticas se tomaran con claridad. En medio de una nave dañada, sin margen para el error, su experiencia y capacidad de comunicación con el centro de control fueron vitales.
Ese temple fue reconocido oficialmente con la Medalla Presidencial de la Libertad, uno de los mayores honores civiles en Estados Unidos. Pero para Lovell, el verdadero premio fue ver a su tripulación reunida con sus familias.
Tras su retiro de la NASA y la Marina en 1973, Lovell dedicó su vida al sector privado, liderando empresas y participando en proyectos educativos y comunitarios. Escribió junto a Jeffrey Kluger el libro Lost Moon, que inspiró la película Apollo 13 protagonizada por Tom Hanks. Siempre cercano a las nuevas generaciones, se mantuvo como un orador frecuente en universidades y foros sobre liderazgo y exploración.
Su vida fue también profundamente familiar. Casado con Marilyn Lovell desde 1952, tuvo cuatro hijos y mantuvo un perfil discreto, lejos del ruido mediático. Para quienes lo conocieron de cerca, su mayor orgullo no estaba en sus logros técnicos, sino en su papel como esposo, padre y abuelo.
Su último vuelo
Jim Lovell murió el 7 de agosto de 2025, a los 97 años, en su casa de Lake Forest, Illinois. La noticia provocó reacciones de admiración y gratitud en todo el mundo. Tom Hanks, que lo interpretó en cine, le dedicó unas palabras sencillas: “Buen viaje, comandante”. La NASA lo recordó como un líder cuyo optimismo nunca se quebró, incluso cuando la misión parecía perdida.
Su legado va más allá de las estadísticas y las condecoraciones. Representa la esencia de la exploración: la capacidad de mantener la calma frente al abismo, la inteligencia para improvisar soluciones y la humanidad para inspirar a otros. En tiempos de incertidumbre, su historia sigue siendo un recordatorio de que incluso en los momentos más oscuros se puede encontrar el camino de regreso a casa.
Jim Lovell no pisó la Luna, pero dejó una huella igual de profunda. Una huella hecha de valentía, ingenio y la certeza de que la aventura humana en el espacio es, sobre todo, una aventura del espíritu.
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