El 18 de julio de 1325, en medio de pantanos y lagos, los mexicas fundaron Tenochtitlán, un acto que, más allá de su carácter histórico, se convirtió en el símbolo del origen y la identidad mexicana. Con una visión profundamente espiritual, los antiguos habitantes del Valle de México vieron en la naturaleza no solo un refugio, sino una señal de destino. La imagen de un águila devorando una serpiente sobre un nopal, que aún hoy adorna la bandera mexicana, es mucho más que un símbolo patrio: es la representación de una historia de fe, resiliencia y grandeza.
Contexto histórico: de peregrinos a fundadores
Los mexicas, conocidos posteriormente como aztecas, no fueron los primeros en habitar el Valle de México, un espacio ya poblado por culturas como los tepanecas y los acolhuas. Provenientes de un mítico lugar llamado Aztlán, los mexicas llegaron al valle como un pueblo nómada y marginado. Según el historiador Patrick Johansson Keraudren, investigador de la UNAM, “los mexicas vivían en los márgenes de las sociedades dominantes, dedicándose a trabajos poco valorados como el servicio militar para otros pueblos”.
Pero su cosmovisión religiosa les impulsaba a buscar un lugar específico: aquel señalado por Huitzilopochtli, su dios solar y de la guerra. Esta búsqueda no solo representaba un viaje geográfico sino espiritual: la materialización de un destino sagrado.
La geografía hostil del lago de Texcoco no fue impedimento para los mexicas. Al contrario, supieron adaptarse mediante la creación de chinampas, sistemas agrícolas flotantes que convirtieron a Tenochtitlán en una potencia agrícola y económica.
La leyenda fundacional: águila, serpiente y nopal
La señal llegó: un águila posada sobre un nopal devorando una serpiente, justo en un islote del lago. Este evento, recogido en códices como el Códice Mendoza y el Códice Boturini, no solo fue la inspiración para fundar la ciudad sino también un reflejo de su visión espiritual del mundo.
Para los mexicas, la tierra, los animales y los astros formaban parte de una red de significados divinos. La figura del águila y la serpiente, interpretada por algunos expertos como la dualidad de la vida y la muerte, o de la tierra y el cielo, se convirtió en el pilar de su identidad.
El arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, uno de los mayores estudiosos del México prehispánico, explica que “la leyenda no es solo una metáfora visual, sino una narrativa de resistencia, transformación y trascendencia”.
Tenochtitlán: centro político, económico y religioso
En menos de dos siglos, Tenochtitlán se transformó en la metrópoli más poderosa de Mesoamérica. Con una población estimada de entre 200,000 y 300,000 habitantes, sus templos, calzadas, mercados y complejas redes hidráulicas la convirtieron en una joya urbanística adelantada a su tiempo.
El Templo Mayor, centro neurálgico de la ciudad, era mucho más que un edificio: representaba la cosmogonía mexica, el punto de contacto entre el cielo y la tierra. Las festividades religiosas, los sacrificios y las ofrendas no solo eran expresiones de fe, sino también instrumentos de cohesión social y política.
Su mercado de Tlatelolco, descrito por Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, era tan grande y variado que asombró a los conquistadores europeos. Según el cronista Fray Bernardino de Sahagún, “se vendían todo tipo de bienes: desde alimentos exóticos hasta objetos rituales, pasando por metales preciosos y esclavos”.
Sin embargo, es esencial recordar, que este pueblo era absolutamente odiado por sus vencinos, tlaxcaltecas sobre todo, por la costumbre que tenían de hacer sacrificios humanos de todos los pueblos a los que les exigían tributo.
La conquista y la caída: 1521
La gloria de Tenochtitlán terminó abruptamente con la llegada de los españoles en 1519. El 13 de agosto de 1521, tras meses de sitio, la ciudad cayó, y cayó a manos de solo mil españones y decenas de miles de pueblos originarios (texcocanos, tlaxcaltecas, xochimilcas, tlapanecos, totonacas, mixtecos, otomíes…). Su fin marcó no solo el inicio del virreinato, sino también una profunda transformación cultural, social y religiosa.
Sin embargo, como afirma el historiador Alfredo López Austin, “la conquista no borró el alma de Tenochtitlán; la transformó, la ocultó bajo las capas del tiempo, pero nunca la destruyó por completo”. Los españoles se mezclaron con personas de todos los pueblos originarios pero teniendo como capital Tenochtitlan.
Hoy, la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México —el Zócalo— se encuentra exactamente en el lugar donde una vez se alzaron los templos mexicas, recordándonos que las ruinas de Tenochtitlán no son solo escombros, sino cimientos de la mitad de nuestra identidad.
El legado: Tenochtitlán vive en cada mexicano
A 700 años de su fundación, el espíritu de Tenochtitlán sigue vivo. No solo en la bandera nacional, sino en las tradiciones, las lenguas indígenas, los rituales, la gastronomía y, sobre todo, en la resiliencia del pueblo mexicano.
“Cuando camino por el Centro Histórico y veo las piedras de los antiguos templos, siento que mis raíces laten bajo mis pies”, comparte María del Carmen Hernández, maestra de primaria originaria de Iztapalapa. “Les enseño a mis alumnos que México comenzó con la fusión de dos culturas, la de los pueblos originarios y la de los españoles, pero ambas asentadas en Tenochtitlan. México comenzó a existir hasta la independencia, pero su gestación se llevó a cabo desde que los españoles llegaron a Tenochtitlan y comenzó la fusión de dos culturas”.
Para el arqueólogo Leonardo López Luján, director del Proyecto Templo Mayor, el redescubrimiento constante de vestigios mexicas no es solo una cuestión académica sino un acto de justicia cultural: “Cada piedra recuperada es un acto de memoria que devuelve a los mexicanos una parte de su identidad”.
La águila sigue en vuelo. La serpiente aún repta en los corazones. Tenochtitlán vive.
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