“Mujer ángel” De Sonora al Principado de Asturias

La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide (Ciudad de México, 16 de mayo de 1942) fue galardonada en 2025 con el Premio Princesa de Asturias de las Artes, un reconocimiento internacional que trasciende el arte y pone en el centro la identidad, la cultura y el testimonio visual de los pueblos originarios en México. 

Este hito tiene múltiples lecturas: para Iturbide, representa el momento culmen de una vida dedicada a explorar la realidad mexicana a través de la fotografía; para México, es un reflejo de cómo la cultura mexicana entra en diálogo con el mundo; y para la Iglesia y los valores sociales, es una invitación a mirar la dignidad humana, el valor de los pueblos y el respeto por la creación desde una óptica artística.

En su fallo, el jurado de la Fundación Princesa de Asturias destacó que su obra es “una mirada innovadora y dotada de extraordinaria profundidad artística” que “ha retratado la naturaleza humana a través de fotografías cargadas de simbolismo, desde lo primitivo hasta lo contemporáneo”. 

Pero, más allá del premio, este reconocimiento abre la puerta para reflexionar sobre la cultura, los pueblos originarios, la mujer, la modernidad y la conexión entre México y España —y por extensión, una hermandad cultural que trasciende geografías.

Trayectoria, mirada y raíces

Graciela Iturbide nació en una familia numerosa en la Ciudad de México, inició estudios de cine en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en 1969, con la idea de convertirse en directora de cine. Fue durante este periodo cuando conoció al maestro fotógrafo Manuel Álvarez Bravo, a quien asistió entre 1970 y 1971, y cuya influencia marcó el rumbo de su pasión: la fotografía. 

A partir de ese momento, su lente se orientó hacia lo que muchas veces queda al margen: comunidades indígenas, ritos, culturas tradicionales, los márgenes de la modernidad, la mujer, la identidad mexicana. Su obra no sólo documenta: transforma, interpela, invita a mirar.

Un ejemplo emblemático es su serie sobre el pueblo seri, asentado en el desierto de Sonora. En 1979, Iturbide convive con esta comunidad durante un mes, trabajando con el antropólogo Luis Barjau, y de ahí resulta la icónica fotografía Mujer Ángel. En esta imagen la tradición —la mujer seri, su falda tradicional, su cabello largo— se entrelaza con la modernidad: un reproductor de cassette que lleva consigo. La imagen sintetiza el paso de la tradición a la contemporaneidad, el desierto que parece eterno y el objeto que reclama una historia globalizada. 

La propia Iturbide ha comentado que en esa obra “la mujer parece que va a volar hacia el desierto”, una metáfora de libertad, de tránsito, de transformación cultural. 

Así, su trabajo se convierte en testimonio de dignidad: la de los pueblos, de la mujer indígena, de la vida que habita entre arena y la electrónica, entre lo ancestral y lo globalizado.

México e identidad: más allá del prisma estético

La obra de Iturbide no se agota en la belleza de una imagen; implica un compromiso ético y estético con la realidad mexicana. En tiempos donde la cultura y la identidad de los pueblos originarios corren riesgo de invisibilización, su trabajo se convierte en una plataforma de reconocimiento, valorización y dignificación.

Desde la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia, que pone en el centro la dignidad de la persona humana, la caridad, la subsidiariedad y el bien común, la labor de Iturbide cobra un sentido más profundo: sus retratos invitan a reconocer al otro como hermano, a ver en la mujer seri no un objeto de exotismo, sino un sujeto que camina en la arena, con el mundo a cuestas, con la modernidad repentina en sus manos. Impulsan a la solidaridad, a la memoria, al respeto por la creación y la cultura.

En su discurso, la joven Leonor de Borbón —heredera al trono español— aludió al trabajo de Iturbide con las mujeres zapotecas, la mujer seri, “la mujer ángel que enlaza presente y futuro en aquel desierto”. Este referente pone de manifiesto la trascendencia de la cultura mexicana en Europa, así como la unión histórica y cultural entre España y México, a través de la imagen, de la memoria, del diálogo. (Nota: esta parte del discurso requiere confirmación oficial, pero se alinea con el contexto de la ceremonia).

El premio en sí también pone en valor esa relación de hermanamiento entre culturas, entre pueblos, entre historia y memoria compartida. Aproximarse así al arte de Iturbide es entender que México no es sólo folclor, sino una geografía cultural profunda, viva, cambiante.

Mujeres, territorio y modernidad: ejes de su obra

Uno de los ejes más lúcidos de Iturbide es la mujer: la zapoteca, la seri, la oaxaqueña, la citadina, la que literalmente porta sobre su cabeza o en sus brazos el peso de la identidad, pero también de la modernidad que irrumpe.

La serie sobre Juchitán (Oaxaca) —aunque no es el eje principal del premio pero sí una parte sustantiva de su obra— retrata ese espacio matriarcal de la cultura zapoteca donde las mujeres tienen una presencia central, económica, política, social. Iturbide lo retrata con delicadeza, sin reduccionismos, como sujeto activo. 

En el caso de los seris, la mujer en “Mujer Ángel” lleva un reproductor de cassette: símbolo emblemático de que la globalización, la tecnología, la identidad no son opuestos sino que pueden coexistir. Es una metáfora de futuro y tradición, de continuidad cultural y cambio.

El arte de Iturbide, entonces, es también un acto de memoria, un acto de justicia simbólica: contar lo que permanece, lo que se transforma, lo que resiste. Desde la dignidad de la persona humana y la comprensión de que toda comunidad tiene un valor intrínseco —principios propios de la Doctrina Social de la Iglesia—, su obra nos conecta con el otro, nos hace cómplices, nos extiende la mirada.

México-España, puente cultural e histórico

Resulta relevante que el premio lo entrega la Fundación Princesa de Asturias en España, país que tiene una historia compleja con México: conquista, colonia, independencia, migración, diáspora. La entrega del galardón a una artista mexicana que pone en foco a los pueblos originarios adquiere un simbolismo mayor: reconocimiento desde Europa a una mirada mexicana que tiene mucho que decir.

La ceremonia contó con presencia institucional española, y la Princesa Leonor tomó parte en la distinción de Iturbide. Esto refuerza que la cultura es un puente, que la fotografía puede ser un lenguaje universal que restaña heridas, que invita al diálogo entre continentes, identidades y tiempos.

Como apunta un artículo de prensa, “la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide ha sido distinguida … por su ‘mundo hipnótico’ que parece situarse en el umbral entre la realidad más cruda y la gracia de una magia espontánea”. 

Este reconocimiento, por tanto, no es sólo artístico sino cultural, ético, diplomático.

Qué nos dice hoy su obra: reflexiones para jóvenes

Para jóvenes de 18 a 35 años —Millennials y Centennials—, la historia de Iturbide es una lección doble: por un lado, de compromiso artístico —seguir una mirada propia, atenta al mundo, paciente y consciente—; por otro, de valores: dignidad humana, respeto por la diferencia, apertura al otro, reconocimiento de lo heredado y de lo transformado.

En una era de sobre-exposición, de imágenes rápidas, virales, la obra de Iturbide nos remite a la pausa, al silencio, al profundo acto de mirar y ser testigo. En su fotografía no hay prisa: hay encuentro. Hay reconocimiento.

Y ese encuentro tiene raíces en los valores católicos de la dignidad de cada persona, del respeto a la creación, de que cada cultura aporta al bien común, que toda expresión humana merece ser vista, dignificada y valorada.

Para los jóvenes mexicanos, es también un llamado: a reconocer que su identidad no está reñida con la innovación; que tradición y modernidad pueden coexistir en los mismos espacios; que la cultura no es nostalgia sino suceso vivo; que el arte puede transformar, hacer visible lo invisible.

Desafíos y oportunidades en la era visual

El galardón a Iturbide llega en un momento donde la fotografía, el arte, la cultura visual tienen un rol estratégico: la imagen atraviesa fronteras, crea narrativas globales, genera conciencia. Pero también enfrenta retos: comercialización del arte, explotación mediática, pérdida de contextos auténticos, invisibilización de los pueblos que retrata.

Desde la legalidad y los valores éticos, se plantea la necesidad de reconocer a los sujetos de la imagen como sujetos, no solo como objetos; de proteger los derechos culturales de los pueblos originarios; de garantizar que el arte que los representa incluya su voz, su-historia, su-restitución.

La obra de Iturbide abre esa ventana. Sus retratos de los seris, los zapotecos, las mujeres de Oaxaca, no solo son imágenes hermosas: son testimonios de pluralidad, de continuidad cultural y, sí, de transformación. Invitan a políticas públicas de reconocimiento cultural, de preservación de identidad, de fomento del arte como servicio al bien común, no sólo como mercado.

Conclusiones: impacto y legado

El premio a Graciela Iturbide marca un antes y un después: para ella, una consagración; para México, una afirmación de que su cultura está en el circuito global del arte con voz propia; para los jóvenes, una inspiración de que mirar hacia nuestras raíces no significa renunciar al futuro, sino integrarlo.

Su obra nos recuerda que la persona humana es el centro, que cada cultura tiene valor intrínseco, que el bien común se construye desde el reconocimiento, la justicia y la solidaridad. Sus fotografías son como puentes entre comunidades, generaciones, geografías, historias.

Para cerrar, cabe recordar esta imagen-paradigma: una mujer seri, en el amplio desierto de Sonora, con su falda tradicional, su largo cabello, y un reproductor de cassette al hombro —no un choque de mundos, sino la fusión de herencia y cambio. Esa es la fuerza de Iturbide: traducir la cultura en símbolo, la tradición en presente, la identidad en arte universal.

Hoy, al recibir el Premio Princesa de Asturias de las Artes, Graciela Iturbide reafirma que la fotografía puede ser un instrumento de justicia, de memoria y de dignidad. Y que México —sus pueblos, sus mujeres, su historia— tiene una voz que merece escucharse en el mundo.

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