Tras la caída de la grandiosa nación tolteca, el pintoresco territorio del Anáhuac permaneció, como escribió Niceto de Zamacois, “casi desierto y solitario por más de un siglo”. Las ciudades toltecas, antes vibrantes, se convirtieron en moradas de aves y fieras; la soledad reinaba donde hubo vida y animación, quedando solo unas pocas familias dispersas, “preciosos restos” de aquella grandeza.
Pero el Anáhuac no permanecería deshabitado. Desde el Norte, otra nación —los chichimecas—, ávida de tierras más fértiles, un cielo puro y un clima benigno que su patria les negaba, emprendió su propio éxodo. Portando arcos y flechas, se lanzaron en busca de un territorio que colmara sus anhelos.
Entre la barbarie y la civilización: un pueblo en transición
Zamacois los describe como “una curiosa mezcla de rasgos imperceptibles de civilización con muchos otros de barbarie”. Gobernados por un rey y autoridades propias, habitaban humildes chozas de tierra con techos frágiles, un único espacio para toda la familia. Desconocían la agricultura y las artes, viviendo de la caza, la pesca, frutas silvestres y raíces. Vestían toscas pieles, llevaban el cabello largo y desordenado, y su religión giraba en torno a la adoración del sol, al que ofrecían hierbas y flores, contemplando su salida y puesta con “profundo arrobamiento religioso”. A pesar de su vida “semisalvaje”, no eran crueles.
Su partida de Amaquemecan, al norte, obedeció a la decisión del último rey de dividir el reino entre sus hijos Achcauhtli y Xolotl. Ya fuera por rivalidad o por el deseo de mejorar la vida de sus súbditos, Xolotl optó por buscar nuevas tierras con abundante caza y recursos.
La promesa del valle: el descubrimiento del Anáhuac por Nopaltzin
Prudente, Xolotl envió exploradores al sur. Al recibir noticias favorables, prometió a sus vasallos “países más risueños que ofrecían un porvenir dichoso, abundante caza y un clima benéfico y primaveral”. Como apunta Zamacois, “poco había que preparar para la marcha, porque sus vidas eran improvisadas y sus alimentos los de la naturaleza”. Así, tras ofrendar flores y hierbas al sol, emprendió viaje al amanecer, acompañado de su hijo Nopaltzin y su nobleza.
Siguiendo la ruta tolteca, quedaron seducidos por el “delicioso clima del pintoresco Anáhuac”, y en su camino contemplaron las “ruinas solitarias de las poblaciones toltecas” cubiertas de maleza, “un libro que revelaba la grandeza de un pueblo desaparecido”. No sintieron gran emoción: creyeron que sus antiguos habitantes se habían mudado a otras tierras, como ellos.
Llegaron a Tula, pero poco quedaba: fragmentos ennegrecidos y montones de piedras. Tras breve descanso, continuaron a Cemponála y Tepepulco, a cuarenta millas del futuro México-Tenochtitlán.
Desde allí, Xolotl envió a Nopaltzin, “joven de relevantes dotes”, a explorar. Desde una altura dominante, el príncipe se encontró con “el más brillante panorama que la naturaleza puede ofrecer a la vista del hombre”: el majestuoso Valle de México. La impresión, dice Zamacois, debió ser “una emoción grata y profunda”, ante la “espléndida vegetación de bosques y campiñas” y el paisaje circundado por montañas, destacando los volcanes Popocatépetl e Iztlazíhuatl. Este valle, con su cielo puro, Chapultepec y sus ahuehuetes de hasta 27 varas de circunferencia, formaba “un grandioso cuadro que siempre halaga y jamás se borra de la mente”.
Nopaltzin disparó cuatro flechas a los puntos cardinales, tomando posesión en nombre del rey. El informe complació a Xolotl, que se estableció en Tenayuca, bautizándola Nepahualco.
La fusión de culturas: chichimecas y toltecas, un nuevo amanecer
Xolotl ordenó a familias chichimecas asentarse en las zonas más fértiles cercanas a Tenayuca, conocidas luego como Chichimecatlalti, “tierra de chichimecas”. Pero un hallazgo cambiaría su historia: el capitán Achitomatl, explorando cerca de Chapultepec y Coyohuacan, halló chozas habitadas por gentes ajenas y “pedazos de terreno cultivados con esmero”. Para un pueblo sin agricultura, aquello revelaba un grado de civilización superior.
Supieron así de la “formación, engrandecimiento y ruina del imperio tolteca”, y que esas familias eran “los últimos preciosos restos de aquella desolación”. Xolotl ordenó que se les dieran “las más altas consideraciones”. Su habilidad, talento y cultura cautivaron a los chichimecas, que los vieron con aprecio y respeto. Este trato facilitó matrimonios mixtos, incluido el del príncipe Nopaltzin con Azcaxochitl, descendiente de Pochotl, uno de los dos príncipes toltecas supervivientes.
Zamacois resalta que esta “conducta noble y generosa” produjo “provechosos resultados para unos y otros”. Los chichimecas adoptaron la agricultura, cultivando maíz y algodón; aprendieron a fundir metales y a fabricar telas; mejoraron su alimentación, vestimenta y viviendas, perdiendo sus instintos salvajes y adquiriendo hábitos más tranquilos. Xolotl incentivó estas artes y patrocinó las ciencias, otorgando premios. Así, en pocos años, la monarquía alcanzó un “estado halagador de prosperidad y riqueza”.
La unión de un pueblo guerrero con otro sabio sentó un precedente histórico: el mestizaje cultural que comenzaría a marcar la identidad de lo que en el futuro sería México a través de la fusión de las culturas indígenas y la española.
En el próximo artículo platicaremos de como 7 tribus nahuatlacas y los acolhuas llegaron al Anáhuac para unirse a Xolotl, dando origen a alianzas, ciudades-Estado y al poderoso reino de Acolhuacan.
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