La Grandiosa Civilización Tolteca: Semillas de Anáhuac y su Dramático Declive
De las “nebulosas sombras” del pasado emergió una civilización que sembró los “benéficos gérmenes de la civilización” en el Anáhuac: la nación tolteca. Estos pioneros, primera tribu ambulante en penetrar las “anchurosas campiñas” de este valle, no eran meros nómadas. Procedían de Huehuetlapallan o Tlapallan, una ciudad situada al norte del río Gila, donde ya habían alcanzado un notable progreso en las artes y la agricultura. Impulsados por el crecimiento de su población y la escasez de recursos en su tierra natal, emprendieron una “penosa y larga peregrinación” en busca de un destino más propicio.
Un Éxodo de Sabiduría: El Viaje hacia Tollan (544–697 d.C.)
En el año 544 de nuestra era, los toltecas, provistos de arcos, flechas, semillas e instrumentos de labranza, iniciaron su épico recorrido. A la vanguardia marchaba el sabio Huematzin (o Hueman), “el de las grandes manos”, cuya prudencia, saber y valor guiaron a su pueblo hacia el Mediodía. Como Abraham, se detenían en sitios fértiles, cultivaban la tierra y, una vez abastecidos, continuaban su marcha, dejando a su paso “huellas de laboriosidad e industria”.
Su primera parada significativa fue Hueyralan, donde permanecieron cuatro años. Después, seducidos por el clima y la belleza del lugar, se establecieron durante ocho años en Xalisco, donde edificaron una ciudad y cultivaron maíz, algodón, pimiento y habichuela, llenando el aire con el perfume de las flores. Su espíritu emprendedor e industrioso les llevó a alcanzar la abundancia. Sin embargo, el destino final de su peregrinación los reclamaba, y tras un arduo recorrido por parajes exuberantes pero sofocantes, llegaron en el año 697 a Tollancinco. Aunque el lugar era hermoso, veinte años después se trasladaron cuarenta millas al Poniente para edificar Tollan, hoy Tula, en memoria de su patria ancestral. Ese asentamiento puso fin a una odisea de 104 años de vida errante y convirtió a Tula en la ciudad más antigua del Anáhuac y una de las más célebres en la historia de la nación mexicana.
Tula: Cuna de la Monarquía Tolteca y del Florecimiento del Saber
Instalados en Tula, que pronto se transformó en una comarca “risueña y encantadora” adornada con huertas y jardines, los toltecas instauraron un gobierno monárquico hereditario. Cada monarca reinaba durante cincuenta y dos años, lo que se conocía como el “siglo tolteca”.
El primer rey, Chalchiuhtlanetzin (667–719 d.C.), fue un gobernante humano, justo y benigno. Bajo su protección, la agricultura, las artes y las ciencias “crecieron prodigiosamente”. Consciente de que la riqueza de un pueblo reside tanto en el cultivo de los campos como en el comercio, impulsó ambas áreas, logrando que las campiñas se llenaran de vida y las ciudades se embellecieran. También comprendió que el “cultivo de la inteligencia es tan indispensable como el de los campos”.
La arquitectura, la fundición de metales, la escritura pictográfica y, especialmente, la astronomía alcanzaron un gran desarrollo. Fue en su reinado cuando el astrónomo Hugmatzin concibió el Teoamoxtli, el “libro divino”, en el que se consignaban eclipses, cometas, fenómenos celestes y los hechos históricos más relevantes, desde el origen de los pueblos indígenas hasta la fundación del imperio tolteca. Aunque hoy su existencia física sea debatida, testimonia los conocimientos avanzados de los toltecas sobre el sistema planetario y su calendario, considerado “más perfecto que el de griegos y romanos”.
La Era de Esplendor: Teotihuacan, Morada de los Dioses
Tras Chalchiuhtlanetzin, monarcas como Ixtlilcuechahuac, Huetzin y Totepeuh (875–927 d.C.) continuaron fomentando la prosperidad. La monarquía tolteca creció en población y extensión, dominando el “fecundo y vasto suelo del Anáhuac”.
Bajo el reinado de Totepeuh se manifestó con esplendor el profundo sentimiento religioso tolteca. En Teotihuacan, “habitación de los dioses” y ciudad santa, mandó construir dos templos monumentales: el Tonatiuh Izahual (Casa del Sol) y el Mextli Izahual (Casa de la Luna). Estas pirámides, “imponentes y regias”, con gigantescos ídolos cubiertos de oro y una perfección constructiva admirable, se alzaban como “centinelas vigilantes” en medio de la ciudad sagrada. Hoy, sus ruinas —las Pirámides de San Juan de Teotihuacan— continúan asombrando al mundo y sirvieron de modelo para los futuros teocallis del Anáhuac.
El reinado de Nacaxoc (927–979 d.C.) destacó por la exquisitez de la orfebrería tolteca. Su hijo, Milt (979–1038 d.C.), sexto rey, estimuló la industria, las artes, las ciencias y la agricultura ofreciendo premios a los talentos. Su matrimonio con la bella y talentosa Xiuhtlalizin, a quien elevó al rango de reina, y la construcción de un suntuoso templo en Tula junto con un seminario para la difusión del conocimiento, muestran su celo cultural. En el centro del templo se encontraba la famosa rana de oro cubierta de esmeraldas, enviada por Hernán Cortés como obsequio al emperador Carlos V. Tal fue la lealtad del pueblo hacia Milt que, cuando intentó abdicar, lo reeligieron, quebrantando la ley en señal de afecto.
Un Amor Prohibido y la Caída de un Imperio: El Drama de Tepancaltzin
Tras la muerte de Milt, los toltecas volvieron a romper la tradición al elegir como soberana a la reina viuda Xiuhtlalizin (1038–1042 d.C.). Su prudencia y sus beneficiosos gobiernos demostraron que, en ocasiones, el interés del Estado puede prevalecer sobre la ley.
En 1042, su hijo Tepancaltzin asumió el trono. Durante su reinado, la cultura tolteca alcanzó una gran sofisticación: dominaban las pinturas jeroglíficas para transmitir ideas y hechos históricos, la fundición de metales preciosos para crear figuras como pajarillos y mariposas, y la elaboración de tejidos de algodón. Aunque eran un pueblo pacífico y más inclinado al trabajo que a la guerra, existen indicios de que practicaban sacrificios humanos, aunque en menor escala que culturas posteriores.
Fue entonces cuando Papantzin, pariente del rey, descubrió un licor blanco y espeso extraído del maguey: el pulque, que se convertiría en una “riqueza inagotable en el Anáhuac”. Papantzin lo presentó al monarca junto con su hija, la hermosa y modesta Xochitl (Flor). El rey quedó “prendado no solo del descubrimiento, sino aún más de la seductora hermosura de Xochitl”. Aunque la poligamia estaba permitida, no pidió su mano, quizá porque ella amaba a otro. Sin embargo, su pasión lo llevó a raptarla y encerrarla en el palacio. Con el tiempo, Xochitl cedió y, en 1051, dio a luz a Meconetzin o Topiltzin. Tras la muerte de la reina legítima, Tepancaltzin elevó a Xochitl al rango de reina y le confió el gobierno.
Pero desde ese momento “la felicidad y el bienestar del pueblo tolteca comenzaron a decrecer”. Al morir Tepancaltzin, su hijo Topiltzin asumió el trono en 1094, pero su coronación careció del entusiasmo de antaño. Herido en su orgullo, consiguió una tregua de diez años con sus opositores, que utilizó para entregarse a una vida de excesos, imitada por la corte.
La Ruina: Vicio, Guerra y Devastación
Cuando la tregua expiró, estalló una guerra feroz. Durante tres años, las campiñas fueron devastadas y las ciudades incendiadas. En la batalla final, murieron miles, incluido el anciano Tepancaltzin y la bella Xochitl. Topiltzin logró huir, pero se perdió su rastro; se cree que murió “errante y miserable”. Su hijo Pochotl logró refugiarse en el valle de Toluca.
El desastre fue total: al hambre siguió la peste, y la nación se convirtió en un “vasto cementerio”. Los sobrevivientes huyeron hacia Guatemala, Yucatán y otros lugares. Las ruinas de Palenque y Mitla serían, según algunos, “páginas elocuentes” levantadas por los toltecas dispersos para perpetuar su memoria. Solo unas pocas familias quedaron en el valle, entre ellas dos hijos de Topiltzin, cuyos descendientes se unirían más tarde a las casas reales de México y Texcoco.
Legado Imperecedero
Así, la nación tolteca desapareció tras cuatro siglos de monarquía en el Anáhuac. Aunque su gobierno cayó, “los fundamentos de su civilización permanecieron incólumes” y sirvieron de base a las naciones posteriores. La agricultura, las artes y las ciencias en las que destacaron fueron su herencia más perdurable. El nombre “tolteca” se convirtió en “timbre de honor” para los artífices de otras culturas. Su historia recuerda que incluso la más brillante civilización puede caer cuando su liderazgo se aparta de la rectitud y se entrega a las pasiones.
En el próximo artículo platicaremos de la odisea chichimeca: de nómadas cazadores a reyes del Anáhuac, en un encuentro con los últimos toltecas que transformó su destino y el de todo México.
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