Pocas historias en el imaginario mexicano son tan fundacionales como la migración mexica. Más allá de la leyenda del águila y el nopal, hubo siglos de peregrinación que consolidaron un pueblo en tránsito. Eduardo Zamacois, en su monumental Historia de México, describe esta ruta como un proceso en el que la fe, la adversidad y la memoria colectiva formaron la base de lo que después sería el imperio azteca.
La salida de Aztlán en 1160 marcó el inicio de un camino lleno de incertidumbres. El cronista señala que “los escritores no se ponen de acuerdo sobre las causas de la partida, pero todos coinciden en que aquella migración fue un hecho pintado en códices y transmitido en relatos orales” (Zamacois, Historia de México, t. I).
Hoy, a más de ocho siglos, las huellas de ese viaje aún están vivas en sitios arqueológicos, en la tradición oral y en la identidad mexicana.
Casas Grandes: fortalezas en el desierto
Uno de los episodios más fascinantes de este viaje fue la construcción de una fortaleza en Casas Grandes, al norte de Chihuahua. Zamacois describe sus muros de siete pies de grosor, sus techos con vigas de pino labradas y un montecillo artificial para vigilar a los enemigos. Las excavaciones coloniales revelaron piezas de cerámica y espejillos de obsidiana (itztli), testimonio del ingenio mexica.
El historiador Francisco Clavijero también hace referencia a estas construcciones, señalando que “la solidez de sus piedras y el trazo de sus muros revelan la intención de permanencia, aunque la vocación de los mexicas era caminar” (Historia antigua de México, 1780).
María Elena, guía comunitaria en la zona arqueológica de Paquimé, recuerda a los visitantes que “estos muros no solo fueron defensas, fueron también un símbolo de que aquí estuvieron pueblos que no se resignaban al exilio, que sembraban, construían y seguían”.
La fe en los hombros: Huitzilopochtli
El motor espiritual de la marcha fue Huitzilopochtli. La escultura de madera del dios de la guerra viajaba en un teoicpalli, cargada por sacerdotes que se turnaban en el ritual del teomama. “Era la divinidad sangrienta llevada a cuestas por su pueblo”, escribe Zamacois.
José Luis Martínez, en El mundo de Moctezuma, añade que el traslado constante de la deidad reforzaba la cohesión del grupo: “cargar al dios era cargar con la promesa de un destino”.
En palabras de Enrique Florescano, la peregrinación funcionó como “una catequesis itinerante” que transmitía a cada generación el sentido de la elección divina.
Chicomóxtoc: la separación de los pueblos
Tras su paso por Culiacán, los mexicas llegaron a Chicomóxtoc, “el lugar de las siete cuevas”, donde permanecieron nueve años. Fue ahí donde se separaron de las demás tribus nahuatlacas que más tarde poblarían el valle de México.
El cronista fray Diego Durán, en su Historia de las Indias de Nueva España, cuenta que esta separación fue vista como voluntad divina: cada pueblo debía seguir su propio destino.
Para los mexicas, sin embargo, la ruptura no debilitó su identidad; al contrario, reforzó la idea de un pueblo escogido.
La discordia de la piedra y los leños
Uno de los episodios más citados por Zamacois y reinterpretado por Clavijero fue la discordia surgida por dos envoltorios hallados en el camino.
La primera facción encontró una piedra preciosa; la segunda recibió dos leños que parecían inútiles. Pero el anciano Huitecton profetizó que “los leños valían más, porque el fuego era más necesario que la joya”.
Clavijero veía en esto una “lección moral” sobre preferir lo útil a lo bello en tiempos de escasez. Para los mexicas, en cambio, fue un parteaguas que generó divisiones internas.
Carlos, maestro de secundaria en Zacatecas, comenta: “Cuando cuento a mis alumnos esta historia, entienden que no es un mito lejano: es la misma tentación de pelear por lo superficial en lugar de trabajar juntos por lo esencial”.
Tula: un final que no fue el destino
En 1196, después de 56 años de marcha, los mexicas llegaron a la antigua Tula, centro de la civilización tolteca. Sin embargo, no encontraron en ella su destino final. Zamacois lo describe como “un hito, pero no la tierra prometida”.
La enseñanza de este episodio es clara: el camino era más importante que el destino inmediato. La grandeza mexica aún tardaría más de un siglo en concretarse con la fundación de Tenochtitlán.
La migración mexica no solo fue un recorrido geográfico. Fue la escuela en la que se forjaron la resiliencia, la fe y la identidad de un pueblo.
El Papa Francisco ha recordado que “los pueblos en movimiento no se entienden sin la esperanza” (Fratelli Tutti, 2020). Esa misma esperanza acompañó a los mexicas en cada siembra, en cada fortaleza levantada y en cada división superada.
Hoy, en un México que enfrenta desafíos de migración, desigualdad y pérdida de memoria histórica, esta epopeya nos recuerda que la verdadera grandeza nace de la fe, del esfuerzo compartido y de no perder el rumbo común.
De Aztlán a Casas Grandes, de Chicomóxtoc a Tula, la historia de los mexicas sigue siendo una metáfora viva de la capacidad del pueblo mexicano para resistir, adaptarse y soñar. Como escribió Zamacois: “En cada paso dejaron huella, y en cada huella la certeza de que eran un pueblo destinado a perdurar”.
El próximo articulo platicaremos de la ruta desconocida de los mexicas hasta su destino final
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