Los desastres naturales no deben hacer de la educación un desastre

En un país donde las lluvias torrenciales y los huracanes ya no son fenómenos excepcionales, la educación se está convirtiendo en una de las víctimas más silenciosas del cambio climático. Cuando una comunidad pierde una escuela, no solo pierde un edificio: pierde continuidad, pierde estabilidad y pierde futuro. Por eso, cada emergencia climática que deja escuelas cerradas o destruidas obliga a replantear una verdad incómoda: México no puede seguir improvisando su respuesta educativa ante desastres naturales.

Las inundaciones que golpearon a Veracruz entre el 6 y el 9 de octubre de 2025 volvieron evidente esa fragilidad. Las lluvias históricas dejaron bajo el agua a cientos de planteles, desde primarias rurales hasta centros de educación inicial. Los reportes oficiales señalaron que al menos 303 escuelas registraron daños serios: lodo, anegaciones, mobiliario inservible, muros comprometidos y espacios que requieren una revisión técnica profunda. Pero el impacto real se midió en ausencias: 6,599 planteles suspendieron clases, dejando sin escuela a más de 380 mil estudiantes solo en ese estado.

La suspensión no fue inmediata ni pareja: algunas comunidades quedaron aisladas por caminos colapsados; otras, aun con la escuela en pie, no pudieron recibir a los alumnos porque el agua rebasó los accesos. Y aunque el regreso a clases comenzó de forma paulatina a principios de noviembre, hay planteles que continúan fuera de operación por daños estructurales severos. En la práctica, miles de niñas y niños perdieron semanas completas de enseñanza, un vacío que difícilmente se recupera en contextos donde la desigualdad ya marcaba el ritmo del aprendizaje.

Al otro extremo del país, Acapulco sigue cargando las huellas del huracán Otis, que en octubre de 2023 arrasó con una intensidad pocas veces vista. Además del colapso hotelero, la devastación de viviendas y una paralización económica profunda, el ciclón también destruyó el tejido escolar. Los primeros recuentos oficiales señalaban 341 escuelas dañadas, pero la cifra aumentó conforme avanzaron las revisiones: más de 445 planteles registraron afectaciones que iban desde techos desprendidos y ventanas rotas hasta derrumbes parciales, instalaciones eléctricas inutilizables y mobiliario irreparable.

El efecto inmediato fue una suspensión masiva: más de 214 mil alumnos se quedaron sin clases en Acapulco y Coyuca de Benítez. La reconstrucción tomó meses y en algunos casos más de un año. Aunque más de la mitad de las escuelas lograron reactivarse a inicios de 2024, otras tantas permanecieron cerradas por largos periodos, a la espera de dictámenes estructurales, recursos o coordinación institucional. Incluso cuando algunas escuelas fueron reabiertas, lo hicieron en condiciones improvisadas: aulas móviles, patios adaptados como salones temporales o turnos reducidos para que todos pudieran asistir al menos unas horas.

Para junio de 2024, organizaciones civiles estimaban que al menos 21 mil niños en la región no habían regresado a clases. Algunos porque sus escuelas seguían cerradas; otros porque sus familias se desplazaron; y unos más porque, ante la falta de transporte o condiciones mínimas, reincorporarse simplemente no fue posible.

Más allá de las cifras, los casos de Veracruz y Acapulco revelan una urgencia: México necesita pasar de la reacción a la prevención. En ambos episodios, las autoridades respondieron, sí, pero después del impacto, cuando el costo ya era enorme. Lo que falta es una política educativa integral para desastres, que proteja a las escuelas antes de que llegue la tormenta.

Una política así debe considerar la infraestructura como punto de partida, pero no como único componente. Significa invertir en edificios resilientes, preparados para lluvias extremas o vientos de huracán; en seguros escolares, que permitan acelerar la reconstrucción; en protocolos comunitarios, para que cada comunidad sepa cómo actuar; en centros alternos previamente identificados, para que la pérdida de clases no sea inevitable; en equipos móviles de atención educativa, capaces de desplazarse a zonas afectadas; y en mantenimiento permanente, no solo reparaciones de emergencia.

Porque cada día sin clases es una pérdida real: afecta el aprendizaje, debilita el vínculo escolar, aumenta el riesgo de abandono y profundiza desigualdades. La educación no puede seguir siendo la variable sacrificable cuando un desastre golpea. Al contrario, debe ser la prioridad que guía la atención gubernamental después —y sobre todo antes— de la emergencia.

Este es un llamado claro: México no puede resignarse a que cada temporada de lluvias o huracanes interrumpa la formación de cientos de miles de estudiantes. La protección educativa debe integrarse al sistema nacional de gestión de riesgos, con presupuesto, visión y coordinación. Las escuelas, más que edificios, son refugios de estabilidad. Y un país que no protege sus aulas, tampoco protege su futuro.

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