Mientras millones de estudiantes regresarán a clases en el ciclo escolar 2026–2027, el sistema educativo mexicano se enfrenta a una encrucijada, sostener su cobertura amplia en los niveles básicos, pero con enormes rezagos en aprendizaje, infraestructura y equidad. A pesar de avances en políticas públicas y expansión del acceso, los desafíos estructurales, como la precariedad en zonas rurales, la desigualdad social y los bajos resultados en evaluaciones internacionales, evidencian que la calidad educativa no avanza al mismo ritmo.
Los datos son contundentes: de los más de 35 millones de estudiantes en el país, alrededor del 74 por ciento cursa educación básica, 12 por ciento media superior y apenas el nueve por ciento está en el nivel superior. El crecimiento en matrícula no ha venido acompañado de una mejora en condiciones, ni mucho menos en aprendizajes significativos. Según datos de la prueba PISA 2022, México retrocedió en matemáticas, lectura y ciencias. Hoy, seis de cada diez estudiantes no alcanzan las competencias mínimas esperadas en esas áreas.
El sistema educativo nacional presume una cobertura cercana al 100 por ciento en primaria y más del 91 por ciento en secundaria, pero la caída en la permanencia es severa en los niveles superiores. En educación media superior, aunque la cobertura supera el 80 por ciento, el abandono ronda el nueve por ciento anual. En el nivel universitario, la cobertura apenas supera el 30 por ciento.
Esto se traduce en una tasa baja de egreso, particularmente en regiones con altos niveles de pobreza y marginación. En zonas indígenas, por ejemplo, apenas dos de cada diez jóvenes logran terminar la educación media superior, y sólo uno accede a la universidad. La desigualdad territorial se refleja también en el desempeño académico: según el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), en los estados del sur del país los estudiantes de secundaria enfrentan rezagos equivalentes a dos años escolares en comparación con sus pares del norte.
A las diferencias de acceso se suman las condiciones en que operan miles de escuelas públicas. Más del 30 por ciento presenta daños estructurales y otro 33 por ciento funciona en instalaciones improvisadas o fuera de norma. En al menos 45 por ciento de los planteles no hay drenaje, y el 23 por ciento, carece de agua potable. La falta de conectividad es otra constante: sólo tres de cada 10 escuelas tienen acceso a internet, lo que profundiza la brecha digital.
En zonas rurales e indígenas, la situación es aún más crítica. Más del 50 por ciento de las escuelas comunitarias no cuenta con electricidad estable, ni espacios adecuados para el aprendizaje. La carencia de aulas, sanitarios, rampas de acceso y mobiliario básico limita no sólo la enseñanza, sino la permanencia de los estudiantes. A esto se suma la falta de bibliotecas, laboratorios y tecnología educativa, elementos clave para una formación integral.
El impacto de estas carencias se refleja en los aprendizajes. En 2022, México registró sus peores resultados en la prueba PISA desde 2009. Sólo el 34 por ciento de los estudiantes alcanzó el nivel mínimo en matemáticas; en lectura y ciencias, menos de la mitad logró competencias básicas. En comparación con el promedio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), México está más de 60 puntos por debajo en todas las áreas.
La brecha entre estudiantes de nivel socioeconómico alto y bajo también es alarmante: quienes provienen de contextos de pobreza tienen un desempeño hasta 90 puntos menor. En zonas indígenas y marginadas, la diferencia equivale a más de dos años de escolaridad. Además, la formación docente y la falta de actualización en metodologías de enseñanza siguen siendo una deuda: más del 40 por ciento del profesorado no recibe capacitación anual, especialmente en el uso de tecnologías educativas.
Frente a este panorama, el gobierno federal ha impulsado programas como “La Escuela es Nuestra”, que transfiere recursos directamente a planteles para obras de mejora, aunque con cobertura aún limitada. También se anunció la creación de 18 nuevos bachilleratos en 2025, con una inversión de más de mil 200 millones de pesos, como parte del programa “Escuela Mexicana 2025”.
Sin embargo, analistas advierten que estos esfuerzos deben acompañarse de mecanismos de evaluación, formación docente continua y políticas diferenciadas para las regiones con mayor rezago. En zonas indígenas, algunos proyectos piloto han comenzado a incorporar metodologías híbridas y educación bilingüe, pero todavía son excepciones.
El ciclo escolar 2026–2027 será determinante para el rumbo de la educación en México. Si bien el país ha avanzado en cobertura y ha impulsado nuevas políticas, la deuda estructural persiste: condiciones precarias, desigualdad social y bajo rendimiento académico.
Para construir un sistema educativo con visión de futuro se requiere inversión sostenida, atención territorial focalizada, mejora en la formación docente y un compromiso real con la equidad.
El reto no sólo es mantener a los estudiantes en la escuela, sino garantizar que aprendan lo necesario para enfrentar un mundo cambiante. La educación no puede ser sólo un derecho garantizado en el papel, sino una herramienta efectiva para la movilidad social y el desarrollo del país.
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