Vivir con miedo no es normal

México cerró 2024 con alrededor de 26,700 asesinatos, es decir, unos 70 homicidios diarios, según datos recopilados por la prensa a partir de cifras oficiales. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reporta 30,906 homicidios en 2023, con una tasa de 25.6 por cada 100 mil habitantes, una de las más altas del continente. Detrás de cada número hay un rostro, una familia rota, una silla vacía.

La violencia ligada al crimen organizado no solo se mide en muertos: más de 390,000 personas viven desplazadas por violencia en el país, y solo en 2024 se registraron 26,000 nuevos desplazados internos, el doble que en 2023. A esto se suman más de 113,000 personas desaparecidas desde 2006 y el hecho de que México sea uno de los países más peligrosos del mundo para periodistas, con 3,408 agresiones contra comunicadores y 46 asesinados desde 2018. 

Ante esta realidad, algunos analistas e incluso medios hablan de una “guerra de baja intensidad”; otros prefieren hablar de crisis de seguridad, violencia criminal organizada o conflicto interno no declarado. El propósito de este reportaje es revisar qué significa realmente ese término, si aplica o no al caso mexicano y, sobre todo, qué implicaciones éticas, políticas y hasta espirituales tiene la forma en que nombramos lo que vivimos.

La pregunta que guía este texto es sencilla y brutal a la vez: ¿Decir que México vive una “guerra de baja intensidad” ayuda a entender mejor la violencia… o la simplifica de manera peligrosa?

¿Qué es una guerra de baja intensidad?

El concepto de Low-Intensity Conflict (LIC) o guerra de baja intensidad surgió en la doctrina militar estadounidense para describir conflictos que no alcanzan el nivel de una guerra convencional, pero superan la violencia “normal” en tiempos de paz.

Un documento que recoge la definición del Departamento de Defensa de Estados Unidos la describe como una “confrontación político-militar entre Estados o grupos, por debajo de la guerra convencional y por encima de la competencia pacífica”, que suele implicar luchas prolongadas, subversión, terrorismo y uso limitado de fuerza armada. 

Sus rasgos principales son:

  • Conflicto prolongado, a menudo durante años.
  • Participación de actores estatales y no estatales (ejércitos, guerrillas, grupos armados, milicias).
  • Uso de tácticas no convencionales: guerrilla, terrorismo, propaganda, guerra psicológica. 
  • Objetivos políticos o estratégicos, además de intereses económicos.
  • Violencia dispersa, intermitente, muchas veces localizada, pero con fuerte impacto social.

Algunos académicos mexicanos han aplicado esta categoría a nuestro país. Un ensayo del CIDE sobre la “guerra contra el narcotráfico” la califica como asimétrica, de baja intensidad e irregular: no se parece a una guerra clásica, pero tampoco a una simple ola de criminalidad. Otros, como Andreas Schedler, han llegado a hablar de “nueva guerra civil”, donde la violencia se libra por ganancias materiales más que por ideologías. 

Pero ¿qué pasa si miramos los datos concretos de México bajo esos criterios?

Lo que sí parece guerra: argumentos a favor de la etiqueta GBI

Niveles de violencia comparables a conflictos armados

Desde 2018, más de 30,000 personas mueren cada año en México a causa de la violencia criminal, según el Global Conflict Tracker del Council on Foreign Relations. El propio INEGI confirma que el país se ha mantenido en una meseta de homicidios extremadamente alta: 36,773 en 2019, 36,773 en 2020, alrededor de 35,700 en 2021 y 30,906 en 2023. 

En su Informe Mundial 2025, Human Rights Watch habla de “violencia criminal extrema”, desapariciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales, muchas veces con participación u omisión de agentes del Estado. Estos niveles de letalidad son comparables, e incluso superiores, a los de guerras reconocidas formalmente en otros países.

Capacidad militar y territorial de los cárteles

Los cárteles mexicanos no son simples bandas de delincuentes:

  • Tienen armamento de alto poder, desde rifles de asalto hasta explosivos y drones cargados con explosivos usados contra poblaciones civiles, como documenta el informe Travesías Forzadas sobre desplazamiento interno en 2024. 
  • Despliegan estructuras jerárquicas, sistemas de reclutamiento, entrenamiento y financiamiento.
  • Cobran “impuestos” (cuotas) en regiones enteras, controlan rutas, economías locales y elecciones municipales.

En estados como Michoacán, la disputa entre grupos como el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y otras organizaciones ha generado escenas que “si no son guerra, se le parecen mucho”, como describía un reportaje de El País desde 2014, y que continúan hoy con asesinatos de autoridades locales y bloqueos armados. 

Participación masiva del Estado: militares en tareas de seguridad

Desde 2006, el Estado mexicano ha respondido con una militarización creciente de la seguridad pública. Hoy, las Fuerzas Armadas participan:

  • En patrullajes, retenes y operativos contra grupos criminales.
  • En control de puertos, aduanas e incluso construcción de infraestructura estratégica.

Miles de soldados y marinos han muerto o resultado heridos en estas operaciones, mientras el presupuesto de defensa y seguridad se ha incrementado de manera sostenida. El propio gobierno federal ha reconocido la existencia de una “guerra contra el narcotráfico” en sexenios anteriores, aunque en el discurso actual se hable más de “abrazos, no balazos”.

Civiles atrapados en medio: desplazamiento, miedo cotidiano y silencio

La lógica de guerra se siente especialmente en las comunidades. El informe del Internal Displacement Monitoring Centre y de organismos mexicanos calcula que, en total, cientos de miles de personas han sido desplazadas por la violencia, muchas veces tras enfrentamientos entre grupos armados. 

En Tila, Chiapas, más de 4,000 habitantes —en su mayoría indígenas cho’oles— huyeron en 2024, luego de varios días de ataques, casas quemadas y asesinatos. Una mujer entrevistada por la prensa local relató que estuvieron “cuatro días asediados por hombres armados” antes de poder escapar. Su testimonio condensa lo que miles viven: abandonar casa, tierras y recuerdos para salvar la vida.

Esta realidad supone una vulneración frontal de la dignidad de la persona humana y del derecho de las familias a vivir seguras en su propio hogar. La Conferencia del Episcopado Mexicano ha descrito con dureza el momento actual: “nuestro México está salpicado de sangre” e insiste en que “es tiempo de escuchar a la ciudadanía… a las voces de miles de familiares de las víctimas”. 

Lo que no encaja del todo

No hay reconocimiento formal de guerra ni conflicto armado interno

A diferencia de países que han declarado estados de guerra o de excepción frente a insurgencias, México no ha reconocido jurídicamente un conflicto armado interno. Un análisis desde el derecho internacional humanitario muestra que, si bien la “guerra contra el narcotráfico” genera efectos similares a los de un conflicto bélico, la mayoría de expertos coinciden en que no cumple de manera clara con los criterios de organización y mando unificado de las partes que exigen los Convenios de Ginebra para hablar de conflicto armado no internacional 

La Constitución mexicana no contempla una “guerra contra actores no estatales” como tal, sino facultades para la seguridad interior y la suspensión de garantías en casos extremos, lo que complica usar el lenguaje de guerra en sentido legal estricto.

Objetivo principal: negocio ilícito, no poder político nacional

A diferencia de insurgencias clásicas (FARC, Sendero Luminoso, etc.), los cárteles no buscan, al menos de manera abierta y coherente, derrocar al gobierno y asumir el poder nacional. Su principal objetivo es controlar mercados ilícitos —drogas, extorsión, contrabando, minería ilegal— y capturar instituciones clave a nivel local o regional para garantizar impunidad.

Como señalan especialistas en fuerzas armadas, se trata más bien de una “guerra” entre actores criminales y el Estado por esferas de influencia, donde el narco no aspira a gobernar el país, sino a gobernar ciertas plazas. Esa diferencia no es menor: sin proyecto de nación ni ideología, su lógica se acerca más a la del mercado violento que a la de la insurgencia política.

Naturaleza criminal, no insurgente

Los grupos delictivos mexicanos carecen de un programa político explícito. Su acción se rige por la maximización de ganancias ilegales y el control territorial necesario para conseguirlas. En ese sentido, organismos como el CFR prefieren hablar de “criminal violence in Mexico” y no de guerra, subrayando la centralidad del negocio criminal. 

Esto tiene una implicación clave: si se normaliza el concepto de guerra, podría diluirse la responsabilidad penal individual y colectiva de quienes cometen delitos, como si se tratara de combatientes en un conflicto armado, cuando en realidad son organizaciones criminales que deben ser perseguidas con todo el peso del Estado de derecho.

Control territorial incompleto y fragmentado

Aunque algunos cárteles ejercen control efectivo sobre ciertas zonas, no existe en México un territorio amplio y continuo bajo dominio absoluto y reconocido de un grupo armado, como sí ocurre en guerras civiles clásicas. El control suele ser frágil, disputado, dependiente de pactos y de la corrupción, más que de una ocupación formal y estable.

Un estudio sobre violencia regional en México advierte que, si bien el conflicto interno tiene alta intensidad en zonas específicas, hablar simplemente de “guerra” puede ocultar la complejidad de arreglos locales, economías ilegales y redes de corrupción que se tejen entre crimen y Estado. 

Lo que está en juego: implicaciones de usar (o no) la palabra “guerra”

En el plano interno. Nombrar algo es ya una forma de hacer política. Si se acepta oficialmente que México vive una “guerra de baja intensidad”, podrían abrirse varias puertas:

  • Mayor legitimación del uso de fuerzas armadas en tareas de seguridad pública por tiempo indefinido, con el riesgo de normalizar la militarización.
  • Restricción de derechos y libertades en nombre de la seguridad nacional (toques de queda de facto, controles más duros a la protesta, vigilancia ampliada).
  • Posible endurecimiento de penas y facultades extraordinarias para las autoridades, sin los contrapesos adecuados.

A la vez, negar la gravedad del fenómeno y llamarlo solo “delincuencia común” también tiene costos: invisibiliza a las víctimas, minimiza la urgencia y puede alimentar la impunidad.

Cualquier política de seguridad debe equilibrar el deber del Estado de proteger el bien común con el respeto irrestricto a la dignidad humana y a los derechos fundamentales, evitando tanto el laissez-faire frente al crimen como la tentación autoritaria.

En el plano internacional. En el exterior, el lenguaje de guerra puede:

  • Justificar mayor intervención de Estados Unidos, ya sea en inteligencia, armamento o incluso operativos transfronterizos “contra el narco”. Las extradiciones masivas de capos —como la reciente entrega de 29 figuras clave a EE.UU.— muestran cuánto pesa la agenda de seguridad en la relación bilateral 
  • Afectar la imagen de México como destino de inversión y turismo, reforzando la narrativa de “Estado fallido”.
  • Reforzar una visión simplificada: un país reducido a cárteles y violencia, borrando a la inmensa mayoría de mexicanos que trabajan por la paz, la legalidad y el bien común.

¿Cómo nombrar entonces lo que vivimos?

Varios centros de investigación y organismos internacionales han preferido describir la situación de México con otros términos:

  • “Crisis de seguridad y derechos humanos”, como la define Human Rights Watch, al subrayar tanto la violencia criminal como los abusos estatales y la impunidad sistemática. 
  • “Violencia criminal organizada generalizada”, poniendo el acento en la lógica económica y mafiosa.
  • “Conflicto entre Estado y cárteles”, que reconoce la dimensión confrontativa, pero la mantiene en el ámbito de la criminalidad.
  • “Emergencia humanitaria por violencia”, al considerar el número de muertos, desaparecidos y desplazados internos comparables a contextos de guerra. 

Cada etiqueta tiene ventajas y riesgos. Hablar de “guerra de baja intensidad”:

  • Ayuda a dimensionar la magnitud del daño y la duración del conflicto.
  • Pero puede normalizar un estado de excepción permanente y justificar soluciones puramente militares.

Hablar solo de “delincuencia organizada”:

  • Evita el lenguaje bélico, pero
  • Corre el riesgo de minimizar el sufrimiento de comunidades que viven en condiciones propias de una guerra: desplazamiento, miedo, destrucción.

Quizá la fórmula más honesta sea admitir que México vive una crisis de violencia criminal organizada con efectos equivalentes a un conflicto armado interno en varias regiones, sin dar por sentado que estemos ante una guerra en el sentido jurídico clásico.

Un rostro entre miles: vivir desplazado dentro de tu propio país

Para entender lo que está en juego, basta una historia. En un auditorio improvisado de una parroquia del sur del país, una mujer de unos 40 años, desplazada de Tila, narra ante un grupo de voluntarios de Iglesia y organizaciones civiles lo que vivió: días enteros escuchando disparos, hombres encapuchados quemando casas, vecinos desaparecidos. Cuando por fin pudieron salir, caminaron horas por la montaña, cargando lo que alcanzaron a rescatar.

Su testimonio se parece a muchos otros recogidos por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el Alto Comisionado de la ONU y organizaciones como el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas: personas que no cruzan una frontera, pero pierden hogar, trabajo, escuela, comunidad y sentido de pertenencia

Ella no usa conceptos como “guerra de baja intensidad”. Dice algo más sencillo: “Nos sacaron a la fuerza. Solo queremos vivir en paz, trabajar y que nuestros hijos vayan a la escuela”. Esa frase resume el núcleo del problema: se ha roto el derecho básico a una vida digna y segura, y reconstruirlo exige mucho más que un cambio de etiqueta.

Las palabras importan, pero las vidas cuentan más

El análisis de los criterios de guerra de baja intensidad muestra que la violencia en México:

  • Sí comparte rasgos con un conflicto de ese tipo: prolongación en el tiempo, participación de actores estatales y no estatales, uso de tácticas no convencionales, niveles de letalidad y desplazamiento masivos.
  • Pero también se diferencia en elementos clave: ausencia de objetivos políticos explícitos por parte de los cárteles, falta de un reconocimiento jurídico de conflicto armado interno y naturaleza predominantemente criminal de los actores.

Hablar de “guerra de baja intensidad” puede ser útil para sacudir conciencias y evitar que la sociedad minimice el problema. Sin embargo, puede volverse peligroso si se utiliza para normalizar la militarización permanente, relativizar la responsabilidad penal o aceptar como inevitable lo que es fruto de decisiones humanas, políticas y económicas.

Quizá la pregunta de fondo no sea tanto cómo llamamos a esta violencia, sino qué vamos a hacer con ella. Desde la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia, la respuesta pasa por:

  • Reforzar el Estado de derecho, con instituciones que no se vendan al crimen y que hagan justicia a las víctimas.
  • Atacar las causas profundas: pobreza, corrupción, abandono de jóvenes, desigualdad brutal en oportunidades.
  • Escuchar a las víctimas, como insiste la Conferencia del Episcopado Mexicano, y poner su dignidad y reparación en el centro de cualquier política. 
  • Involucrar a la sociedad civil: familias, escuelas, empresas, parroquias y organizaciones, en la reconstrucción del tejido social y de una cultura de legalidad y paz.

Las palabras importan porque moldean las políticas y las percepciones. Pero mientras discutimos si esto es una guerra de baja intensidad o una crisis de violencia criminal, cada día siguen muriendo personas, siguen desapareciendo jóvenes, siguen huyendo familias enteras.

Nombrar bien lo que vivimos es un primer paso. El siguiente, impostergable, es actuar juntos —Estado y sociedad— para que en México sea posible vivir sin miedo, con justicia, con paz y con la esperanza de que la vida valga más que cualquier negocio ilícito.

 

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