El año 1994 marcó un antes y un después en la historia contemporánea de México. El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio cimbraron los cimientos del sistema político. A partir de entonces, el país comenzó a transitar hacia una nueva etapa, una donde la violencia, el narcotráfico y la impunidad se convirtieron en protagonistas. Aunque las raíces del conflicto son históricas, estos hechos inauguraron una era de inestabilidad que, tres décadas después, sigue sin resolverse.
Durante el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000), México enfrentó los primeros síntomas del deterioro social. El levantamiento zapatista expuso la desigualdad y la marginación del sureste, mientras el narcotráfico comenzaba a tomar fuerza. Cárteles como el de Tijuana, Juárez y el Golfo se consolidaron, marcando el inicio de la militarización de la seguridad pública. La gobernabilidad se vio comprometida, y la violencia empezó a escalar de manera más visible.
Con la llegada de Vicente Fox (2000-2006), el país vivió la primera alternancia política moderna, pero no una transición completa. La estrategia de seguridad no cambió significativamente. Nuevos cárteles emergieron, especialmente el de Sinaloa, que se convirtió en el más poderoso del continente. Las fronteras del norte se tiñeron de sangre y los vínculos entre funcionarios y grupos criminales comenzaron a hacerse públicos, mostrando un Estado débil frente al crimen organizado.
El gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) marcó un punto de quiebre. Su declaración de guerra contra el narcotráfico desató una ola de violencia sin precedentes, miles de muertes, desapariciones y comunidades enteras atrapadas en el fuego cruzado. La fragmentación de los cárteles dio paso a organizaciones más pequeñas y violentas, y el despliegue militar fue duramente criticado por las violaciones a los derechos humanos.
Con Enrique Peña Nieto (2012-2018), la estrategia cambió de discurso, pero no de fondo. Aunque se priorizó la captura de líderes, la violencia continuó. Surgieron grupos de autodefensa en estados como Michoacán y Guerrero, donde los ciudadanos tomaron las armas ante la ausencia del Estado. La diversificación del crimen organizado, que pasó del narcotráfico al secuestro, la extorsión o el robo de combustible, mostró que la violencia se había convertido en un fenómeno estructural.
En el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) propuso un nuevo enfoque, “abrazos, no balazos”. Sin embargo, los homicidios siguen en niveles históricos. La creación de la Guardia Nacional no ha frenado la expansión de grupos como el Cártel Jalisco Nueva Generación, y el país enfrenta ahora una ola de violencia contra periodistas, activistas y defensores de derechos humanos.
Las causas de esta espiral son múltiples: corrupción, impunidad, desigualdad y una débil estructura institucional. México necesita más que estrategias de seguridad; requiere una reconstrucción profunda del tejido social y político. Sin un enfoque integral que atienda la raíz del problema, la violencia seguirá siendo el espejo más claro de la fragilidad del Estado mexicano.
Treinta años después, la pregunta sigue vigente, ¿cuándo dejará México de vivir con miedo?
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