Juan Pablo II definió a la solidaridad como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”. No se trata solo de ayudar: implica asumir que la suerte del otro también es propia.
La idea de la responsabilidad compartida atraviesa culturas, credos y sistemas políticos. Y cobra especial relevancia cada 20 de diciembre, cuando la Organización de las Naciones Unidas conmemora el Día Internacional de la Solidaridad Humana, una fecha instaurada en 2005 para subrayar que la cooperación y el apoyo mutuo son condiciones indispensables para un mundo más justo y equitativo.
Antes de convertirse en política pública o en ayuda organizada, la solidaridad aparece en actos cotidianos. Donar sangre, compartir alimentos, acompañar a una persona adulta mayor o apoyar a quien atraviesa una emergencia económica son expresiones concretas de este valor en la vida diaria.
En México, estas prácticas no son marginales. De acuerdo con datos del Centro Mexicano para la Filantropía (Cemefi), millones de personas participan cada año en acciones solidarias informales, desde donaciones en especie hasta trabajo voluntario comunitario, sin pertenecer necesariamente a organizaciones formales. La solidaridad, en muchos casos, ocurre fuera del reflector.
Hay momentos en que esos actos individuales se sostienen en el tiempo y se transforman en acciones colectivas con impacto social.
Uno de los casos más documentados es el de Las Patronas, un grupo de mujeres del poblado de La Patrona, en Veracruz. Desde 1995, preparan y lanzan alimentos y agua a migrantes que viajan sobre el tren de carga conocido como La Bestia. Lo que comenzó como un impulso espontáneo se convirtió en una labor humanitaria permanente que ha alimentado a miles de personas en tránsito durante casi tres décadas. Su trabajo ha sido reconocido por organismos de derechos humanos, universidades y medios nacionales e internacionales.
Otro ejemplo ocurre cada enero en la Ciudad de México. Desde hace más de 30 años, el colectivo Kings Punks organiza repartos de juguetes para niñas y niños en situación de calle y en contextos de alta vulnerabilidad. Este grupo ha demostrado que la solidaridad también puede surgir desde expresiones culturales estigmatizadas y sostenerse gracias a redes comunitarias.
Más allá de la ayuda asistencial, la solidaridad también se expresa como acompañamiento, memoria y exigencia colectiva.
Movimientos ciudadanos como Bordando por la Paz o el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad han articulado a víctimas de la violencia en México desde una lógica solidaria: compartir el dolor, visibilizarlo y transformarlo en demanda pública. No ofrecen soluciones inmediatas, pero construyen redes de apoyo y resistencia frente a la impunidad.
Estas formas de solidaridad no siempre entregan bienes materiales, pero sí algo igual de valioso: reconocimiento, acompañamiento y dignidad.
La solidaridad también se manifiesta cuando la ayuda trasciende países. Un ejemplo ampliamente documentado es el trabajo de Los Topos Azteca, brigada de rescate civil nacida tras el sismo de 1985 en México. Desde entonces, han participado en labores de búsqueda y rescate en países como Haití, Japón, Chile, Turquía y España.
Su presencia en emergencias internacionales muestra cómo una experiencia local de organización ciudadana puede convertirse en un modelo de apoyo global, basado en la cooperación voluntaria y la especialización técnica al servicio de la vida.
Para la ONU, la solidaridad no es solo un principio moral, sino una herramienta para reducir desigualdades, fortalecer la cohesión social y enfrentar crisis globales. De ahí que el Día Internacional de la Solidaridad Humana esté ligado a la Agenda 2030 y a los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
La Doctrina Social de la Iglesia coincide en ese diagnóstico: la solidaridad no es caridad ocasional, sino una responsabilidad permanente que debe reflejarse tanto en decisiones personales como en estructuras sociales y políticas públicas.
El 20 de diciembre funciona como recordatorio, pero la solidaridad se ejerce todos los días. En lo pequeño, cuando alguien decide ayudar sin preguntar a quién. En lo colectivo, cuando esas decisiones se sostienen y se organizan. Y en lo global, cuando la cooperación supera fronteras y diferencias.
En un mundo marcado por la desigualdad, la violencia y la exclusión, la solidaridad no es un gesto accesorio: es una condición para la justicia. Y, como señala la Doctrina Social de la Iglesia, una forma concreta de asumir que nadie se salva solo.
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