En un país donde la juventud representa más del 30% de la población, la falta de acceso a una vivienda digna y asequible se ha convertido en una amenaza silenciosa. Las cifras son claras: cada vez más jóvenes mexicanos se ven obligados a desplazarse, compartir espacios en condiciones precarias, o volver a casa de sus padres. Lo que debería ser una etapa de independencia y consolidación, se convierte en un ciclo de frustración, deuda y desplazamiento interno.
Una juventud sin techo propio
En México, la juventud – personas de entre 12 y 29 años – está cada vez más lejos de acceder a una vivienda. De acuerdo con cifras oficiales, casi tres millones de personas jóvenes son jefas de hogar. Sin embargo, una gran parte de ellas viven en condiciones frágiles: el 38.1% en viviendas rentadas y sólo el 31.4% en casas propias o en proceso de pago. Más preocupante aún, una fracción considerable ni siquiera tiene escrituras legales del lugar donde vive.
Las condiciones empeoran cuando hablamos de jóvenes que viven solos. Más del 50% de ellos renta, mientras que otro 26% habita espacios prestados. Además, uno de cada diez jóvenes que rentan dedica 30% o más de su ingreso al alquiler, rebasando el umbral recomendado por organismos internacionales. Esta realidad habla de una generación que sobrevive en un entorno urbano hostil, sin certeza legal ni posibilidad de construir un patrimonio.
Renta en llamas: el precio de vivir en la ciudad
Las grandes ciudades mexicanas han experimentado una explosión en los precios de la vivienda, y los jóvenes son quienes más lo resienten. Solo en la Ciudad de México, el alquiler promedio aumentó 45.7% entre 2020 y 2025, alcanzando los 17,610 pesos mensuales. En colonias como Polanco, Roma y Condesa, los precios superan incluso los 25,000 pesos al mes, una cantidad impagable para la mayoría de jóvenes trabajadores.
Pero la crisis no es exclusiva de la capital. Monterrey encabeza la lista con un alza del 82% en cinco años; San Pedro Garza, el municipio más caro del país, rebasa los 29,800 pesos en promedio. Guadalajara no se queda atrás, con una subida de más del 46%. Esta burbuja inmobiliaria ha dejado a los jóvenes fuera del radar de políticas públicas que priorizan la inversión y la especulación por encima del derecho a la vivienda.
¿Capricho o necesidad? Desplazo juvenil
La falta de vivienda asequible ha obligado a miles de jóvenes a desplazarse hacia zonas periféricas o ciudades más pequeñas. Aguascalientes, por ejemplo, se ha convertido en un refugio para quienes huyen de las rentas imposibles de la CDMX, Monterrey o Mérida. Su costo de vida es 21% más bajo y ofrece servicios básicos a precios mucho más accesibles.
En este contexto, programas como “Reestrena con INFONAVIT” o los subsidios de Conavi intentan ofrecer soluciones, pero su alcance es limitado. En zonas como Zacatecas, Campeche o Tuxtla Gutiérrez, donde los precios de renta son más bajos, la falta de empleo y oportunidades frena el arraigo. Así, la migración interna no es una solución voluntaria, sino una medida desesperada de supervivencia.
Sueldos bajos, créditos lejanos
El principal obstáculo para que los jóvenes accedan a una vivienda propia es la precariedad laboral. Aunque más del 54% de los jóvenes forman parte de la población económicamente activa, el ingreso promedio por hora trabajada apenas alcanza los 33.8 pesos. Casi la mitad gana el equivalente a un salario mínimo mensual.
En ese escenario, el crédito hipotecario parece una quimera. Aunque INFONAVIT ha beneficiado a más de 16 mil jóvenes en la capital desde 2019, el acceso sigue condicionado por requisitos que muchos no pueden cumplir: empleo formal, ahorro suficiente y estabilidad laboral. Incluso si acceden a un crédito, los intereses y el costo de vida hacen que la deuda se vuelva una carga más que una solución.
Regresar a casa: el techo como jaula
La crisis habitacional también ha generado una ola silenciosa de “boomerangs”: jóvenes que, incapaces de sostener su independencia, regresan a vivir con sus padres. El 46% de las personas entre 20 y 29 años aún vive en casa. Si bien es un fenómeno global, en México el porcentaje duplica al de países como Suecia, Finlandia o Dinamarca.
Vivir con la familia puede ser una red de apoyo, pero también limita el desarrollo personal, emocional y profesional. Las dificultades para acceder a un hogar propio retrasan la formación de familias, reducen la tasa de natalidad y limitan el derecho a una vida plena. Hoy en día, factores como la renta, el transporte y la inseguridad definen más el rumbo de vida de los jóvenes que sus propios deseos o capacidades.
La gentrificación como enemigo
A la ya compleja situación que enfrentan los jóvenes para acceder a una vivienda digna, se suma un fenómeno que ha intensificado el despojo urbano: la gentrificación. Zonas tradicionales de la Ciudad de México y otras regiones del país han visto dispararse sus precios de renta debido al auge del turismo digital, plataformas como Airbnb y políticas públicas que priorizan la inversión extranjera por encima del arraigo comunitario.
Colonias como Roma, Condesa o Juárez han perdido a miles de residentes, desplazados por la imposibilidad de pagar alquileres que hoy superan los 30 mil pesos. La ciudad se transforma para otros, mientras los jóvenes, incluso con empleo, quedan fuera del mapa inmobiliario. Acceder a un techo no solo es caro: se ha vuelto un privilegio que muchos no podrán costear sin renunciar a su independencia o a su propio entorno.
¿El Estado actúa ante esta situación?
Existen programas federales y locales orientados a mejorar el acceso a la vivienda para jóvenes, como el Programa de Vivienda Social o el de Vivienda en Renta para Jóvenes en la CDMX. Sin embargo, su cobertura es limitada y su impacto, cuestionable. Muchos de estos esquemas no consideran la informalidad laboral, las condiciones de vulnerabilidad ni las realidades regionales.
Además, la oferta de vivienda pública es escasa, y la privada responde más a lógicas de negocio que de justicia social. La falta de una política nacional que garantice el derecho a la vivienda con enfoque generacional ha perpetuado un modelo donde la juventud queda atrapada entre rentas abusivas, créditos inalcanzables y promesas rotas.
Oportunidades inexistentes
La crisis de vivienda que enfrentan los jóvenes mexicanos no es únicamente un problema económico: es el reflejo de una estructura social que normaliza la exclusión. Las dificultades para independizarse, acceder a una vivienda digna o permanecer en sus propias comunidades no son el resultado de decisiones individuales, sino de un entorno que privilegia la especulación inmobiliaria, la precariedad laboral y la urbanización excluyente.
Los datos son contundentes: millones de jóvenes viven hacinados, endeudados o forzados a migrar a las periferias; otros tantos regresan a casa de sus padres por no poder sostener una vida independiente. Y mientras tanto, las ciudades más deseadas se transforman para otros: para turistas, para nómadas digitales, para quienes pueden pagar — aunque sea por unos días — lo que un joven trabajador no podría costear ni en toda una vida de esfuerzo.
Frente a este panorama, es urgente abrir el debate público y replantear los modelos de desarrollo urbano y vivienda. ¿Qué tipo de ciudad queremos construir? ¿Para quiénes están pensadas las políticas de vivienda y qué prioridades reflejan? La juventud mexicana no puede seguir siendo desplazada antes siquiera de tener la oportunidad de echar raíces. Si no se garantiza su derecho a habitar, difícilmente podrán ejercer los demás.
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