Más recursos, mismos retos: el dilema de la política social en México

En las últimas décadas, los programas sociales se han consolidado como uno de los principales instrumentos del Estado mexicano para atender la pobreza y la desigualdad. Su expansión presupuestal, el aumento de beneficiarios y la transformación de apoyos temporales en derechos constitucionales han marcado un cambio profundo en la política social del país. 

Sin embargo, junto con su crecimiento, también se han intensificado los cuestionamientos sobre su efectividad, su impacto real en la distribución del ingreso y su capacidad para generar bienestar duradero más allá de la transferencia monetaria. En este contexto, el debate sobre el alcance y los límites de los programas sociales se mantiene abierto.

De la organización obrera al Estado social

Las políticas sociales en México tienen antecedentes que se remontan a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando surgieron las primeras sociedades mutualistas y cooperativas obreras como respuesta al desempleo, la precarización laboral y la degradación de las condiciones de vida. Estas formas de organización buscaban ofrecer apoyos solidarios ante la ausencia de un Estado protector.

El trabajo social como disciplina profesional comenzó a consolidarse entre las décadas de 1920 y 1930, en un contexto marcado por la posrevolución y la necesidad de atender problemáticas sociales estructurales. Este proceso encontró un respaldo institucional durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, cuando se formalizó el Servicio Social como parte de las reformas educativas y del proyecto de justicia social impulsado por el Estado.

La Constitución de 1917 sentó las bases legales del modelo social mexicano al reconocer derechos sociales fundamentales. El artículo 3º, dedicado a la educación, estableció el principio de acceso universal como una responsabilidad del Estado, abriendo el camino para políticas públicas orientadas al bienestar colectivo.

Crisis económicas y reconfiguración del modelo social

Entre las décadas de 1970 y 1990, México enfrentó profundas crisis económicas que obligaron a una reestructuración de su política social. La creación de la Secretaría de Desarrollo Social respondió a la necesidad de atender el aumento de la pobreza, el desempleo y la desigualdad generados por los ajustes económicos de esos años.

Durante este periodo, los programas sociales comenzaron a adquirir mayor relevancia como instrumentos para mitigar los efectos de la crisis. Sin embargo, su alcance y diseño estuvieron marcados por limitaciones presupuestales y por una visión asistencialista que no logró modificar de manera sustancial las condiciones estructurales de la pobreza.

De las transferencias condicionadas a los apoyos universales

A partir de los años 2000, la política social en México adoptó un enfoque centrado en transferencias monetarias. En 2003 se puso en marcha un programa de atención a adultos mayores, inspirado en experiencias previas desarrolladas en la Ciudad de México, que sentó las bases para esquemas de apoyo directo a sectores específicos de la población.

Entre 2019 y 2024, se implementaron los denominados Programas para el Bienestar, con una inversión acumulada de 2.7 billones de pesos. Estos programas alcanzaron al 79 % de los hogares mexicanos mediante transferencias directas, pensiones y becas. A diferencia de esquemas anteriores, se transitó de programas temporales y condicionados a políticas concebidas como derechos garantizados constitucionalmente, como la pensión universal para personas adultas mayores a partir de los 65 años.

Antes de 2019, los principales programas sociales se caracterizaban por exigir corresponsabilidades, como la asistencia escolar o médica. En la administración federal vigente, estos mecanismos fueron sustituidos por apoyos sin condicionalidad, con el objetivo de ampliar la cobertura y reducir intermediarios.

Programas prioritarios y rediseño institucional

De acuerdo con el Listado de Programas y Acciones Federales de Desarrollo Social del CONEVAL (2020), los programas prioritarios son aquellos que recibieron mayor asignación presupuestal en los ejercicios fiscales 2019 y 2020. Estos están dirigidos principalmente a adultos mayores, personas con discapacidad y jóvenes.

Entre los programas que cambiaron de nombre y modalidad respecto a los implementados antes de 2018 se encuentran Producción para el Bienestar, el Programa de Becas Escolares, la Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores y el esquema de Atención a la Salud y Medicamentos Gratuitos para la población sin seguridad social laboral.

A estos se sumaron programas de nueva creación como Jóvenes Construyendo el Futuro, la Pensión para el Bienestar de las Personas con Discapacidad Permanente y Sembrando Vida, enfocado en el apoyo a productores rurales y la regeneración ambiental.

Expansión presupuestal y alcance de los apoyos

El presupuesto destinado al desarrollo social ha mostrado un crecimiento sostenido. En 2024, el gasto social alcanzó 3.75 billones de pesos, equivalente al 41 % del presupuesto federal. La Secretaría del Bienestar recibió 544 mil millones de pesos, lo que representó un incremento del 25.2 % respecto a 2023.

Solo en 2024, el gobierno destinó 743 mil millones de pesos a 15 programas sociales, cifra que aumentó a 772 mil millones para 2025. En ambos años, cerca de dos terceras partes del presupuesto se concentraron en la pensión para personas adultas mayores.

Actualmente, México opera 69 programas de subsidios que en conjunto representan 1.1 billones de pesos, aproximadamente el 3.1 % del Producto Interno Bruto. Pese a la magnitud de esta inversión, persisten desafíos estructurales asociados a la desigualdad regional, la informalidad laboral y el acceso desigual a servicios básicos.

Informalidad, dependencia y desafíos estructurales

Uno de los efectos asociados al modelo actual es el crecimiento de la informalidad laboral. Más del 50 % de las personas que hoy se emplean en este sector no contará con pensión ni acceso a servicios de salud pública en la vejez. Esta situación anticipa un escenario de presión futura sobre el sistema social, sostenido por una base cada vez más reducida de trabajadores formales.

Diversos análisis señalan que las transferencias monetarias, al no estar acompañadas de políticas integrales de empleo, educación y seguridad social, pueden generar incentivos que reduzcan la incorporación al mercado laboral formal.

Entre las principales críticas a los programas sociales se encuentra la opacidad en los padrones de beneficiarios y la ausencia de metas claras y mecanismos de evaluación. Esto dificulta medir el impacto real de programas como Sembrando Vida o Jóvenes Construyendo el Futuro.

También se ha advertido que el alto costo de las pensiones no contributivas representa un reto para las finanzas públicas, con riesgos de sostenibilidad a largo plazo. A ello se suma la percepción de que las transferencias pueden ser utilizadas con fines de promoción política, en detrimento de un enfoque estructural de combate a la pobreza.

El bien común como eje del debate social

Desde la perspectiva de la doctrina social cristiana, el concepto de bien común se entiende como el conjunto de condiciones sociales que permiten a las personas desarrollarse plenamente. Este enfoque plantea que el crecimiento económico debe estar subordinado al bienestar humano y que solo mediante la colaboración entre Estado, sociedad y sector productivo puede alcanzarse un desarrollo equitativo.

Garantizar acceso a salud, educación, empleo digno y seguridad social se plantea como un elemento central para que las políticas sociales trasciendan el asistencialismo. En este marco, los apoyos económicos se conciben como un medio, no como un fin, dentro de un modelo orientado a fortalecer capacidades, reducir desigualdades y promover autonomía social.

Entre la asistencia y la transformación social

La evolución de los programas sociales en México refleja una apuesta sostenida por ampliar la cobertura del Estado hacia los sectores más vulnerables. El incremento del gasto social y la consolidación de apoyos universales han permitido aliviar necesidades inmediatas y garantizar ingresos básicos a millones de personas. No obstante, los datos disponibles muestran que esta expansión no ha logrado modificar de manera estructural las condiciones que reproducen la pobreza y la desigualdad.

La concentración del presupuesto en transferencias directas, la persistencia de la informalidad laboral y la falta de mecanismos claros de evaluación plantean retos de largo plazo para la sostenibilidad del modelo. Mientras los apoyos continúen operando de forma aislada, sin una articulación efectiva con políticas de empleo, educación, salud y desarrollo productivo, su impacto seguirá siendo limitado.

El desafío para la política social mexicana radica en transitar de un esquema centrado en la asistencia hacia uno que fortalezca capacidades, promueva autonomía y garantice condiciones equitativas para el desarrollo social. La discusión no se limita al volumen del gasto, sino a la manera en que este se traduce en bienestar, movilidad social y bien común.

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