En México, las ayudas sociales se han convertido en un salvavidas para millones, pero también en el reflejo de un sistema que no ha resuelto las causas estructurales de la pobreza. Cada año, el gobierno destina miles de millones de pesos a programas de apoyo. Sin embargo, la desigualdad persiste, la informalidad crece y el bienestar prometido sigue lejos de alcanzarse. Mientras la pobreza afecta a más de 46 millones de personas y la mayoría de los hogares no puede cubrir una canasta básica con su salario, la demanda de soluciones verdaderas se vuelve urgente. ¿Está el Estado mexicano realmente combatiendo la desigualdad, o simplemente sigue creciendo sus defectos?
La realidad detrás de los apoyos sociales
México enfrenta niveles sociales alarmantes. 46.8 millones de personas, es decir, el 36.3 % de la población, vive en situación de pobreza, según el Coneval. De esta cifra, 29.3 % (37.7 millones) viven en pobreza moderada y 7.1 % (9.1 millones) en pobreza extrema. Además, el 33.9 % de la población nacional se encuentra en pobreza laboral, lo que implica que sus ingresos no les alcanzan para adquirir una canasta básica alimentaria. Aunque esta última cifra representa una mejora histórica, al ser la más baja desde que se mide este indicador, aún hay 44.2 millones de personas que no pueden cubrir lo más básico con lo que ganan.
Esta crisis estructural se agrava por la transferencia de funciones del Coneval al INEGI en 2025, una decisión irresponsable y polémica por parte de las autoridades, ya que aún no se han definido las leyes secundarias que garanticen una evaluación independiente y periódica de la política social en el país.
La desigualdad en México sigue siendo profunda y multifactorial, con vínculos directos con la discriminación por género, etnia y el lugar de residencia. En comparación regional, México es superado en niveles de desigualdad por países como Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, El Salvador y Honduras. Además, desde la década de los 70, los ingresos de las familias mexicanas han dependido menos del trabajo formal y más de actividades informales, migratorias o incluso ilegales.
A nivel presupuestal, en 2024 se destinaron 3.75 billones de pesos — el 41 % del presupuesto total — al desarrollo social, con un incremento real de 7.6 % respecto a 2023. La Secretaría del Bienestar recibió 544 mil millones de pesos, 25.2 % más que el año anterior. Entre los programas sociales más relevantes destacan Sembrando Vida, que otorga 6,250 pesos mensuales a productores rurales; y el Programa de Apoyo para Madres Trabajadoras, que ha entregado un valor aproximado de hasta 3,600 pesos bimestrales.
¿Hasta dónde llegan los apoyos?
A pesar del aumento en el presupuesto, la efectividad de los programas sociales ha sido cuestionada por su falta de transparencia. Entre 2018 y 2022, la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos en los Hogares (ENIGH) mostró que los apoyos fueron regresivos. ¿Qué significa esto? que los apoyos beneficiaron más a los hogares de mayores ingresos. Mientras que, en el primer decil (el más pobre) el ingreso por transferencias creció 24 %, el incremento fue mayor en los deciles altos, evidenciando que los más necesitados no fueron siempre los principales beneficiarios.
En 2024, el gobierno destinó 743 mil millones de pesos a 15 programas sociales, cifra que en un año ascendió a los 772 mil millones de pesos en 2025. Sin embargo, casi dos terceras partes de ese presupuesto se concentran en la pensión para adultos mayores, dejando poco margen para otros sectores vulnerables. A pesar de que más de 28 millones de personas han sido beneficiadas por lo menos con un programa de Bienestar, los impactos estructurales de la pobreza siguen sin resolverse.
Entre 2022 y 2023, el número de personas que no trabajan ni buscan empleo — y que además no tienen interés en hacerlo — aumentó en 676 mil. Este fenómeno podría estar relacionado con el incentivo que representan algunos apoyos gubernamentales, generando dependencia y reduciendo la motivación para integrarse al mercado laboral.
La informalidad sigue siendo una preocupación sistemática, pues alrededor del 45 % de quienes hoy se emplean en este sector no tendrán pensión ni acceso a servicios de salud pública.
Bienestar sin transformación
Durante el presente año, los programas de subsidios sumarán 69 iniciativas y alcanzarán un presupuesto de 1.1 billones de pesos, cifra que representa el 3.1 % del PIB, similar al nivel de 2019. Aunque estos recursos superan los primeros años tanto de los ex mandatarios López Obrador y Peña Nieto, el problema persiste, pues muchos de estos programas no abordan las causas profundas de la desigualdad ni promueven autonomía ni desarrollo sostenible.
Para combatir eficazmente la pobreza, se requiere una política pública integral que no solo entregue dinero, sino que garantice los accesos a educación, salud, empleo digno y seguridad social. Las soluciones fragmentadas, que atienden síntomas y no orígenes, pueden perpetuar las condiciones de vulnerabilidad.
¿Qué nos falta para construir el bien común?
La lucha contra la desigualdad no puede recaer únicamente en transferencias monetarias. Se necesita colaboración entre gobierno, sociedad civil y el sector privado para garantizar derechos básicos, cerrar brechas entre regiones, y promover la ética y la transparencia en la gestión pública.
México debe recuperar un Estado activo, que motive la inclusión social, impulse el emprendimiento y fortalezca a las pequeñas y medianas empresas con empleos de calidad. Reducir la desigualdad regional y garantizar que todos los sectores de la población tengan acceso a las mismas oportunidades no es solo una meta cívica, sino una estrategia para lograr un desarrollo económico sostenible.
El costo de no hacer más
La ayuda social que no transforma, estanca. Si los apoyos no van acompañados de estrategias estructurales, la pobreza seguirá siendo una constante. El mal manejo de las finanzas públicas, las inversiones ineficientes y la falta de fiscalización pueden llevar a una crisis que impida mantener estos programas en el largo plazo.
Hoy, muchos hogares reciben dinero sin obligación alguna. Si ese ingreso no se complementa con empleo formal o desarrollo comunitario, el riesgo es claro: la dependencia permanente, la pérdida de productividad, y la perpetuación de la pobreza. Dar sin producir, repartir sin garantizar futuro, solo agrava el problema.
Sin un padrón transparente y mecanismos de control, se seguirán desperdiciando recursos que deberían estar destinados a quienes realmente lo necesitan. El verdadero cambio no vendrá de entregar apoyos temporales, sino de transformar un modelo que, por décadas, ha normalizado la precariedad y la exclusión.
Del asistencialismo a la transformación real
Las cifras muestran que los programas sociales han logrado ampliar su cobertura, más no han trabajado en las condiciones de fondo. Las transferencias monetarias alivian el día a día, pero no construyen caminos sostenibles para el futuro. La falta de transparencia, la concentración del gasto en sectores específicos y la persistencia de la informalidad cuestionan su efectividad.
Si México quiere romper con el círculo de dependencia y exclusión, necesita mucho más que asistencialismo. Se requieren políticas sociales que articulen el acceso a educación, salud, empleo digno, seguridad y autonomía. Solo así se podrán combatir las problemáticas antes mencionadas.
El bienestar no se decreta ni se reparte, se construye con decisiones estructurales, voluntad política y la colaboración entre gobierno, ciudadanía y sector privado. La transformación hacia una sociedad más justa exige ir más allá del discurso y asumir compromisos reales con los sectores más vulnerables. México no puede seguir viviendo de paliativos, necesita dignidad, justicia y oportunidades para todos.
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